Conocí de cerca a Andrés Caicedo. Cuando estudiaba en la universidad, en Cali. Él acudía a un taller literario que se dictaba los sábados. Ahí nos reuníamos.
Cómo no recordarlo… Él era un muchacho delgado, tímido, bastante tímido y que quizá por eso tartamudeaba al hablar, lo cual era como una marca de su personalidad, pero que no opacaba su talento. De pelo largo, siempre llevaba ‘blue jeans’ y camiseta y usaba lentes muy gruesos. A veces, cargaba una mochilita.
Así era como se lo veía en todo sitio adonde acudía, y en los conciertos de rock y de salsa.
Andrés era muy agudo en sus comentarios y estaba ligado a las organizaciones juveniles y a los movimientos culturales. Estuvo, por ejemplo, en un cine club y mantuvo a flote un proyecto cargado de solidaridad. También alquiló una casa en Cali y en ella se alojaban los artistas que venían de paso. Por ahí llegaron a pasar muchas personas.
Su hermana mayor estaba casada con un colaborador de la editorial Norma y amigo de Gustavo Álvarez Gardeazábal (escritor y periodista), quien descubrió el talento literario de Andrés, y le ayudó mucho en la primera etapa de su literatura, le dio consejos.
Y su legado literario es enorme, pues se trata de un pionero. Él fue de los primeros escritores colombianos que se ocuparon de hacer literatura con la ciudad, con el mundo urbano. Esa es una de sus características. Otra, también muy valiosa, es haber vinculado la literatura con el cine y la música. Andrés era un apasionado por estas tres artes. A tal punto que ‘¡Qué viva la música!’, la novela que escribe antes de suicidarse, no solo es un homenaje a los dramas urbanos, sino a la música que escuchaban los jóvenes en los años setenta; en primera instancia el rock y la salsa, y en especial a Jimmy Hendrix. Esto quiere decir que incorpora la poética de la música y del cine, tanto en sus cuentos como en su única novela.
¿Y por qué se volvió un escritor de culto? A partir de su suicidio a los 25 años, después de que escribió en su novela que vivir por encima de los 25 es una verguenza, la juventud caleña hizo de él un mito. Y éste se forjó de inmediato, en el cine club que se realizó al día siguiente de su muerte, y que fue más que un homenaje a un artista muy activo, al crítico de cine y al gestor cultural. Al morir, sin duda, dejó una impronta muy grande con su obra, de la cual se destaca ‘¡Qué viva la música!’, que sigue siendo una novela muy fresca y que continúa cautivando a los lectores de otras generaciones. Tiene también mucha rebeldía.
Leonardo valencia
Lector descomplicado, escritor
“Leer es viaje sin fin a lo desconocido”
Leo de cualquier manera: en la cama, en un sofá, en un escritorio. Leo fuera de casa: en una biblioteca, en una cafetería, en una sala de espera. De todas las formas de lectura, prefiero tres. Las dos primeras vienen de muy atrás: me gusta leer en los aviones y en los trenes.
En los aviones, apenas me abrocho el cinturón, abro mi libro y me agarro a él como a un talismán contra mi miedo a volar. Es como si creyera que, por la sola exigencia de que hay que seguir el hilo de la narración, el avión pudiera pender seguro de ese hilo casi invisible. En los trenes es distinto, la lectura es pura calma. Ayudan el balanceo del tren, la posibilidad de levantarme a tomar un café, contar con una ventana por la que puedo ver el paisaje y pensar que falta mucho por recorrer, que todavía queda un buen tramo de la novela, que todo es viaje y movimiento sin fin a un lugar desconocido.
Pero la manera de leer que más me interesa ahora es que mi hijo aprenda a querer a los libros y la lectura. Es muy pequeñito, todavía ni sabe hablar; pero cuando es su hora de dormir lo pongo a mi lado en la cama y dejo que se ría cuando giro y agito páginas que él no entiende y a veces tampoco yo.
Su parnaso
1 Marguerite Duras
2 Virginia Woolf
3 María Zambrano
4 Patricia Highsmith
5 Clarice Lispector
Gabriela Alemán
Lectora múltiple, escritora
“A veces no dejo de leer ni al caminar”
No tengo manías ni ritos, tal vez sí, el gusto de leer varios libros a la vez. Por lo general son 3 o 4 que tengo regados en distintas partes de la casa y uno en el bolso de mano.
Cuando los libros son buenos, y tengo algún lugar al que llegar, no dejo de leerlos mientras camino. Lo que no era una gran idea hace algunos años, cuando Quito se llenó de rejas que cercaban las veredas de la ciudad. Alguna vez me estampé contra una de ellas por estar tan metida en la lectura; el moretón en la frente fue testigo de que ‘Autogol’, de Ricardo Silva, en realidad valía la pena.
¿Lugares preferidos para leer? Recuerdo un día grandioso en el Parque Metropolitano, era el fin de la tarde, estaba tendida cerca de los eucaliptos en la larga explanada de esculturas. La luz era tibia y la brisa traía el olor puro de los árboles, los troncos se movían al ritmo del viento; Mark Twain nunca me ha vuelto a sonar tan sabio.
Recuerdo la textura distinta del Quijote al ser leído en la playa de Tonsupa; recuerdo la voz de mi padre leyéndome a Hans Christian Andersen y no recuerdo nada mejor que eso. Nada mejor que su voz y la tarde y la historia desenvolviéndose entre los dos.
Su parnaso
1 Moritz Thomsen
2 Grace Paley
3 Octavia Butler
4 Rafael Barret
5 Ursula K. Le Guin