De Carlos Fuentes se sabe: que nació en Panamá el 11 de noviembre de 1928 –pero que era mexicano– y que murió ayer, alrededor del mediodía, en su querido México (aunque pasaba la mayor parte del tiempo en Londres); también que fue una de las glorias de la literatura de su país, insigne representante del ‘boom’ latinoamericano, referente de la región y que le dolía México, mucho más ahora que lo veía “perforado por las guerras del narcotráfico y el crimen organizado”. Lo que no se sabe o se sabe poco, es que de una u otra manera Fuentes estuvo relacionado al Ecuador.
Según cuentan los escritores ecuatorianos Javier Vásconez e Iván Oñate –este último muy vinculado con México–, Fuentes asistió siendo niño a la Escuela Espejo, mientras su padre cumplía misión diplomática en Ecuador; el poeta Oñate confirma que él vio los registros que prueban que Carlos Fuentes estudió en esa institución. Como hijo de diplomático, el que devendría en escritor pasó etapas de su infancia en Montevideo, Río de Janeiro, Washington, Santiago de Chile, Buenos Aires y Quito.
El también escritor Abdón Ubidia hurga en su memoria y en un recuerdo vago evoca al escritor mexicano hablando sobre su paso por Quito. Pero fue con sus novelas y ensayos que Fuentes caló en los autores de acá, como lo hizo en las juventudes universitarias con sus reflexiones sobre mayo del 68 y las revueltas estudiantiles o sobre las tensiones entre civilización y barbarie, en cuyo borde hallaba el germen de la novela latinoamericana.
“Como toda una generación de lectores latinoamericanos, yo leí a Fuentes”, dice el escritor guayaquileño Fernando Balseca. De todas sus reflexiones, Balseca destaca aquella “que puede ser entendida como un nuevo hispanismo. A partir del quinto centenario, él intentó no lamentarse solamente del expolio que sufrió el territorio americano por la invasión europea, sino que trató de encontrar cuáles eran los nuevos productos culturales que se habían producido en nuestros territorios”.
Oñate lo reconoce como el centro relacionador del ‘boom’, pues fue él quien le dio el aparataje intelectual al grupo. Un grupo al que también se adhirió el chileno José Donoso, con quien creó a Marcelo Chiriboga, ficticio escritor ecuatoriano que fue parte de ese mismo ‘boom’ y personaje que se armó de la visión sobre el Ecuador que compartían el mexicano y el chileno.
El periodista y escritor quiteño Diego Cornejo Menacho retomó la figura de Chiriboga y lo convirtió en el personaje central de su novela ‘Las segundas criaturas’, con una sola variación: los extranjeros decían que Chiriboga nació en Cuenca, Cornejo, que en Riobamba. Esta novela es un escrito intertextual que dialoga con los relatos de Fuentes.
El mismo Carlos Fuentes habló de Chiriboga con Milagros Aguirre, hace 11 años, en una entrevista concedida a EL COMERCIO: “Como no hubo un escritor ecuatoriano del ‘boom’ entonces José Donoso y yo inventamos un escritor ecuatoriano que se llama Marcelo Chiriboga. Marcelo Chiriboga aparece en muchas novelas de José Donoso y mías. A veces enamora señoras, a veces se muere, otras resucita. Marcelo Chiriboga es un personaje mítico de la literatura ecuatoriana… Por lo menos ese favor le hicimos a Ecuador: le dimos un miembro del ‘boom’. Por ahí anda Chiriboga. Y, a lo mejor, hasta nos sobrevive…”.
Benjamín Carrión también estuvo en contacto con Fuentes, y en el centro cultural que lleva su nombre se guarda orgullosamente un ejemplar de ‘La muerte de Artemio Cruz’, que un joven Fuentes le envió de regalo a Carrión y que fue traída hasta Quito, en los años 60, por su esposa de entonces la actriz mexicana Rita Macedo, quien vino a la ciudad para presentarse en una obra de teatro. En sus manos, Macedo traía uno de las obras cumbres de Fuentes, con quien estuvo casa desde 1959 hasta 1973.
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El libro llevaba escrita una sentida dedicatoria a Benjamín Carrión, quien, como se sabe por una carta que le envió a su amigo Jesús Silva Herzog, fue uno de sus primeros lectores. Es más, Carrión fue quien luego de haber leído el manuscrito de ‘La región más transparente’ recomendó su publicación a la editorial del Fondo de Cultura Económica que fue dirigida por muchos años por Silva Herzog. Poco se sabe de la relación entre Fuentes y Carrión. Hay estudiosos, como Raúl Pacheco del Centro Cultural Benjamín Carrión, que creen que Fuentes recibió alguno de los cursos que el lojano dio en la Universidad Autónoma de México sobre literatura latinoamericana en los años 50, y de ahí los términos de la dedicatoria (ver facsímil).
“Estoy contento con el premio GALLEGOS para Carlos Fuentes (…)”, decía Carrión en una carta enviada a Silva Herzog en 1977.
En el 2010 Carlos Fuentes fue invitado por la Embajada del Ecuador en México a dar unas palabras durante la inauguración de una escultura en homenaje a Carrión que fue inaugurada ese año cerca de Bellas Artes, en el centro de la capital mexicana. Fuentes se excusó de hacerlo afirmando que no se encontraba bien de salud. Pero para presentar sus excusas fue personalmente hasta la Embajada donde se entrevistó con el entonces embajador ecuatoriano Galo Galarza. Y en la misma entrevista que dio a este Diario en el 2001 se refirió a Carrión en estos términos: “Tuve el gusto de tratar y de leer con mucho provecho a Aguilera Malta y también a Benjamín Carrión”.
Ayer se fue Carlos Fuentes, pero en Ecuador se queda una parte suya: de su paso temprano por las calles de Quito, pero sobre todo la lucidez de su palabra.
En sus palabras
Entrevista concedida a este Diario el 1 de julio de 2001.
Quito, 10:00 en punto. Carlos Fuentes está del otro lado del teléfono, en Londres. Allá son las 16:00. Su voz se escucha clara y afable. Durante 30 minutos de charla cuenta sobre su última novela, El instinto de Inez; reflexiona sobre la música, el amor, el tiempo. También habla del papel del escritor, de la globalización y de la búsqueda de la identidad. Y revela cómo él y José Donoso inventaron al representante ecuatoriano en del ‘boom’ latinoamericano:
El instinto de Inez es una novela de dos tiempos. ¿Por qué?
Es una novela de ruptura con el tiempo como eje indispensable de una novela. Ha habido tiempos sin novelas -podemos decir que la novela empezó con Cervantes- pero nunca ha habido una novela sin tiempo, una novela que no invente un tiempo, que no imagine un tiempo, que no desarrolle un sentido de temporalidad en sus páginas. En El Instinto de Inez ese tiempo se duplica en un presente convencional, histórico y en otro tiempo que podría ser un pasado remoto o un futuro más bien próximo. Un tiempo que es el regreso a la naturaleza más primitiva, a la soledad del ser humano y al grito primordial mediante el cual un hombre y una mujer se identifican entre sí, se gritan cuando se ven por primera vez y se dicen ámame y ayúdame.
También es una novela de amor y de música. ¿El amor y la música tienen algo en común?
El amor es como la música: hermoso, extraño, doloroso, convulsivo, salvaje. En esta novela, la música se desarrolla a partir de ese grito inicial y envuelve a toda la novela a partir de una leyenda mítica que es La condenación del Fausto de Berlioz. Efectivamente, esta es una historia de amor: Inez, la soprano, en una visita al director de orquesta, ve una fotografía en la que éste aparece junto a un joven muy hermoso de la que ella se enamora. Al día siguiente el director la ha abandonado… en la foto ya no aparece el joven del que ella se ha enamorado. No encontrándolo ni en la fotografía ni en el tiempo y espacio inmediatos, lo busca en otro tiempo y en otro espacio: lo busca a través de la imaginación, a través del sueño y, físicamente, gracias a un talismán.
¿Por qué Berlioz?
Porque Berlioz es el músico de mediados del siglo XIX que más se anticipa a su tiempo. Se anticipa a Stravinsky, a Weber, a toda la música de la gran disonancia moderna. La cabalgata final del Fausto parece una partitura del siglo XX, no del siglo XIX. De todas las versiones del Fausto es la más contemporánea y la más conmovedora.
¿Cómo nació Gabriel Atlan-Ferrara? ¿Una metáfora del poder?
Todo el que dirige y demanda es una metáfora del poder. Junto a la imagen del poder está la de la vejez: él tiene más de 90 años, va al Festival de Salzburgo a un homenaje final. Sabe que va a morir y a partir de ello tiene el recuerdo de su juventud, de cuando era un brillante joven y atractivo director de solo 30 años, modelado en el director rumano Sergiu Celibidache, que recorrió bastante América Latina en los 40 y 50 y que jamás permitió que se grabaran sus interpretaciones. Él no quería ser un enlatado, decía, pero se logró subrepticiamente grabar algunos conciertos que dirigió en la Filarmónica de Berlín y que son verdaderamente prodigiosos. Su manera de interpretar a Tchaicovsky le quita toda la melosidad y le devuelve un poder extraordinario. Lo tomé como modelo para mi personaje de Gabriel Atlan-Ferrara.
Su obra se divide en varios tiempos: tiempos de fundaciones, tiempo revolucionario, tiempo político y este tiempo. ¿Por qué a su última novela la ubica en El mal del tiempo?
A la totalidad de mi obra la he denominado La Edad del Tiempo. El Instinto de Inez es parte de El mal del tiempo, el tiempo experimentado como problema, como duda, como laberinto, como misterio. A ese tiempo pertenecen también Aura, Cumpleaños, Constancia.
La identidad ha sido una constante en su literatura. ¿Cómo la define?
La identidad es uno mismo. Es la manera como se concibe a sí mismo. Es prácticamente el espejo que todos nos creamos en la vida personal y en la vida colectiva. En América Latina, buscamos la identidad colectiva, la identidad latinoamericana. Pero la identidad personal no acaba de buscarse nunca, por eso seguimos escribiendo novelas.
¿Tenemos ya una identidad colectiva?
Creo que ya la obtuvimos. Ya sabemos lo que significa ser ecuatoriano, ser mexicano, ser argentino.
¿Los intelectuales latinoamericanos perdieron mucho tiempo buscando la identidad en lugar de pensarla como algo que se ejerce?
Creo que fue indispensable preguntarse por la identidad en determinado momento. Porque alcanzamos nuestra independencia en momentos de tal confusión que no sabíamos qué éramos y cuál era nuestra herencia. Le dimos la espalda a la cultura española porque era la cultura de la Colonia; le dimos la espalda a la cultura indígena, porque la considerábamos salvaje o bárbara, de tal manera que nos quedamos un poco huérfanos, a la intemperie, por un acto propio nuestro. Nos dedicamos a imitar a Europa y los EE.UU. -que es lo que yo llamo las repúblicas Nescafé, de democracia instantánea que creamos en el siglo XIX-. Fue indispensable un acto de reflexión para llegar a conseguir la identidad propia, para recoger los sinos de la tradición y darnos cuenta de que somos europeos, mediterráneos, judíos, griegos, romanos, indígenas, negros y que somos sobre todo mestizos. Pero ahora tenemos que pasar de la identidad a la diversidad. A pensar, política y socialmente, la diversidad. A respetar la diversidad sexual, política, moral, religiosa de los ciudadanos.
¿Tiene vigencia lo que usted ha llamado ‘el territorio de la Mancha’?
Creo que sí. Creo que hemos superado viejas fobias antihispánicas o divisiones entre nuestros propios países. Somos el territorio de la Mancha, somos los descendientes de Cervantes. Y cuando digo Mancha digo más que Cervantes, digo territorio manchado, territorio mestizo, territorio del mestizaje. El siglo XXI será el siglo mestizo o no será. Va a ser el siglo de las grandes migraciones laborales y eso va a significar problemas frente a las xenofobias y chauvinismos de los países desarrollados del norte, de manera que vamos a tener un protagonismo conflictivo que deberá unirnos a los que hablamos la segunda gran lengua occidental que es el español.
¿Cuál es el compromiso actual del escritor, del intelectual?
Durante mucho tiempo se le exigió al intelectual latinoamericano el llamado compromiso político y social, al final de la segunda guerra. Era normal que el intelectual esté ahí para dar voz a los que no tenían voz. Hoy creo que hay un desarrollo de la sociedad civil latinoamericana, del tercer sector en las economías, de la prensa, de los sindicatos, del congreso, de los partidos políticos, de la vida democrática en general, de las universidades, de los movimientos de reivindicación homosexual, feminista, de la ancianidad, etc. De manera que hay muchas voces que le dan voz a la sociedad. Ya no es tan indispensable la presencia del intelectual como hace cincuenta o 100 años. Sin embargo creo que hay una obligación constante del escritor, que es la de imaginar y escribir, la de mantener el vigor y la continuidad del lenguaje y de imaginación. Una sociedad sin lenguaje y sin imaginación cae presa de un poder autoritario muy fácilmente. Por otro lado cada uno es libre de adoptar la posición política que más le guste.
Usted ha reflejado el nacionalismo de México. ¿Cómo entender nacionalismo en tiempos de globalización?
Yo no me asusto con la globalización porque México tiene una cultura muy profunda, muy vieja. Un McDonalds nunca va a derrotar a un buen mole poblano o a un plato de enchiladas. Más bien deberían preocuparse los gringos de que en los EE.UU. haya 35 millones de hispanoparlantes que portan con ellos valores propios de América Latina como familia, religión, comida, música. Es mucho más fuerte esa presencia que el puñado de latinoamericanos que hablamos inglés, que somos muy pocos. No le temo a Mickey Mouse. Creo que tenemos más fuerza que las culturas que se imponen por moda. Esas, pasan.
¿Qué decir de la literatura ecuatoriana?
Un escritor que tenía un prestigio fundamental cuando yo era joven era Jorge Icaza. Luego tuve el gusto de tratar y de leer con mucho provecho a Aguilera Malta y también a Benjamín Carrión. Como no hubo un escritor ecuatoriano del ÔboomÕ entonces José Donoso y yo inventamos un escritor ecuatoriano que se llama Marcelo Chiriboga. Marcelo Chiriboga aparece en muchas novelas de José Donoso y mías. A veces enamora señoras, a veces se muere, otras resucita. Marcelo Chiriboga es un personaje mítico de la literatura ecuatoriana…Por lo menos ese favor le hicimos a Ecuador: le dimos un miembro del ‘boom’. Por ahí anda Chiriboga. Y, a lo mejor, hasta nos sobrevive…