La broma de ciertos amigos antes del viaje a Israel apuntaba a una supuesta emboscada de las falanges sionistas para que me convierta a su causa. Y bueno, entre la sonrisa, la expectativa y las maletas hechas, iba con una idea de aquel país, idea que se trastocaría.
Mis alarmas se dispararon. Primero en el interrogatorio en la Embajada de Israel en Quito, después entre vuelos y conexiones, cuando el Atlántico y el Mediterráneo quedaban atrás; luego en el aeropuerto Ben Gurion. Al final mis alarmas se silenciaron.
Se silenciaron y la imagen del país bélico, guiado y en conflicto permanente por las religiones, empezó a disiparse cuando vi que la gran mayoría de la población es laica, que son muchos los que no celebran el Sabbat y que los judíos ortodoxos, que los musulmanes practicantes y los cristianos son minoría. Lo viví cuando pude caminar, con ese afán de tentar a las noches y descubrir las calles, a las 3 am y no sentir la amenaza del asalto, del ‘otro’ invasivo, del robo…
Tel Aviv, con ese punto antiguo que es Jaffa, se abrió como una ciudad moderna, cosmopolita, con su arquitectura Bauhaus y con sus rascacielos, con sus mujeres que visten ‘chic’ y con los problemas para encontrar estacionamiento. Sobre todo con su cultura y sus espacios para el arte, como el ala nueva del Museo de la ciudad, diseño de Preston Scott Cohen.
También, pero con historia y nostalgia, se abrió Jerusalén, con sus muros, con su mercado y sus lugares sacros. Se abrió con el museo que versa y enfrenta al Holocausto, como innegable e irrepetible parte del pasado; y con el museo de arte israelí, con su arqueología y con los griegos y los romanos y los judíos y los árabes y la pintura vanguardista europea y todo lo que construyó a Israel.
La diversidad cultural y natural nos habla de Ecuador, pero de Israel habla su diversidad de atmósferas; me explico, es el cambio de un momento a otro, de un lugar a otro y de las gentes que hacen ese momento y ese lugar. Una cosa es elevarse con los rezos y la luz que se conjugan en el Muro de los Lamentos y otra es flotar entre las sales del Mar Muerto; como otra, devastadora por real, pero esperanzadora por real, es caminar por las calles de Sderot y ser por instantes vecinos de la Franja de Gaza y de los misiles, pero también ser vecinos de los niños que escuchan música clásica para apartar de sus mentes el sonido de la guerra. Eso de la música clásica en las escuelas es propuesta del programa ‘Classikids’.
Es que la paz -creo que en todo el mundo- es el ideal; pero en Israel el camino es la convivencia. Y como muestra estaba Acco, palacio y fortaleza árabe, sitio de paso para las Cruzadas, donde musulmanes y judíos pueden caminar juntos por sobre las calles de piedra. Y allí estaban Moni Yossef y Khaled Abu Ali, con su teatro multicultural, experimentado en las formas de la representación escénica, buscando las vías alternativas del teatro.
Y quién no podría convivir si la música de David Broza acompaña la velada o suena en un multitudinario concierto en Masada. O mediante la fabulosa propuesta del Suzanne Dellal Centre, donde cada rincón respira danza y respira teatro. Un espacio que funciona con presentaciones todos los días del año, con festivales y encuentros internacionales, con programas de formación.
Allí está la danza tradicional, pero sorprenden más las búsquedas contemporáneas, esas que cuestionan todos los niveles de la realidad. Como lo hizo, con imágenes y técnica, el ‘Bombyx Mori’, de Inbal Pinto y Avshalom Pollak; o con frescura e intensidad, ‘The diplomats / Wonderland 1’, de Renana Raz y Barak Marshall. Por supuesto, al hablar de danza contemporánea en Israel, no se puede no mencionar a Batsheva. ¡Qué bueno sería tenerlos por acá!, como antes estuvieron Broza y el mimo Hanoc Rosen y el artista urbano Yochai Matos.
Más allá de teatros y galerías, hay también muchas cosas que se pueden conocer tras un trago de Arak (anisado local) y un vaso de cerveza Goldstar, en uno de los múltiples bares de la calle Dizengoff, en Tel Aviv, ciudad bañada por el mar y que nunca duerme. Por ejemplo, se puede conocer que muchas mujeres jóvenes hablan español; unas mejor que otras, pero todas aprendiendo de la misma escuela: el canal televisivo que transmite novelas latinoamericanas.
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Al regreso y tras la escucha de alguna anécdota, la broma apuntó: “O sea que vos volviste como el Delfín Quishpe: ‘Israel, Israel… ¡qué bonito es Israel!”. Y el sonsonete todavía me dura, acaso porque no puedo negarlo. Claro, la política, la política es otra cosa y, para bien, no me interesa… pero la cultura, el arte y las relaciones de la humanidad perviven y se multiplican. Eso es algo que saben también los israelitas, los que caminan por las calles y los gestores que critican al poder.