Cuenca y la calle Del Farol. Una antigua casona, una vieja puerta de madera y el olor a tierra mojada. Es el taller de Pablo Cardoso, 45 años, artista visual. Cerca del mediodía la ciudad está caliente y él, fresco, informal, amable’
Al sabor y al vapor de un café, se suelta la charla. El taller es una habitación amplia del segundo piso y (demasiado) ordenada. En sus lugares: juegos de pinceles, el caballete, las mesas, las paletas, los lienzos, los libros y, como charlando con sus tatarabuelos, una Macintosh flamante’No hay música, sino el silencio apenas quebrado por el teléfono o la puerta, por un motor o una bocina, ruidos que se los lleva la corriente del Tomebamba. El río se puede ver desde el balcón. Como ese fluir, el arte de Cardoso es transición, fugacidad, viaje’ en su actitud ante el oficio y en las temáticas que representa en sus paisajes y territorios, en su fotografía y su pintura.
El proceso creativo de Cardoso conjuga esas dos prácticas, va de la una a la otra, reproduce la imagen captada por el aparato en una dimensión más corpórea, manual. El registro fotográfico se hace acrílico y lienzo. Busca así “un encuentro entre dos realidades que difícilmente pueden hallarse: levedad, pesadez; permanente, efímero”. Pero no le interesa que el tema se resuelva, le gusta más ese ámbito, el limbo.
Siempre se ha considerado, sobre todo, pintor. Su arte nació con el estímulo y las lecturas maternas, se estudió hasta el abandono en la Escuela de Artes y cumple 26 años desde su primera exposición. Ese arte, que ha llevado a su autor por el mundo (Brasil, España, Corea, Cuba, EE.UU’.), ahora le mima nuevamente. Pablo Cardoso entró al Programa de Residencia Bellagio, de la Fundación Rockefeller. Ciertamente un premio por el riguroso proceso de selección.El curador Rodolfo Kronfle postuló a Pablo y, de entre 24 candidatos, se escogió su proyecto. Tres meses estará en el norte de Italia, desarrollando un trabajo sobre la entrada de la Texaco en la Amazonía, el conflicto y el juicio entre la transnacional y las comunidades indígenas.
La residencia le ofrece la oportunidad de confrontar sus ideas, con intelectuales, científicos y otros artistas. Sabe que el proyecto seleccionado es político. Últimamente le ha dado por tratar, con la cámara y el pincel, procesos ligados al poder y a la explotación de los recursos naturales. Prueba de ello, un anterior trabajo sobre la Independencia de Haití y su más reciente muestra en la galería DPM, de Guayaquil, con la que tiene buenas relaciones. Allí resignificó las obras del pintor estadounidense del siglo XVIII, Frederic Church. A los paisajes de éste les dio nuevos valores y propuso una reflexión sobre el afán expansionista de los EE.UU. en ese tiempo.
Con ello también diferenció el paisaje del territorio. “El territorio -dice- es el paisaje sujeto a los contextos histórico-sociales, a la colonización, a la explotación, a la transformación por medio de la mano del hombre”.En esos espacios que hacen sus obras generalmente no aparece el ser humano, sino en la marca que pone el artista. Es más, midiendo la fuerza del término, se reconoce un poco misántropo: “los humanos son como células cancerígenas que crecen de manera desordenada”. Más le interesa el individuo, que las masas.
Ello también desemboca en su concepción de la fugacidad y el estado de transición, que plasma en su obra. Antes los comprendía en el sentido de la finitud de la vida. Ahora se relaciona más a la transformación vertiginosa y angustiante de su entorno físico, al crecimiento de las ciudades y de la población, a la destrucción del patrimonio y la naturaleza, a la pérdida de la memoria.
Su entorno físico es Cuenca. Una ciudad de la que sale para buscar mercados para sus obras, pero que es origen y destino de todos sus viajes. Un barrio del que no es “un muy buen vecino”, porque se siente más “un caracol”, solo y en su espacio, para crear y vivir. Un valle que no puede dejar a pesar de las oportunidades de otras ciudades y países. Un lugar desde donde se levanta como nombre y figura del arte contemporáneo ecuatoriano.
Una escena que tiene -comenta, rascándose la corta barba- altibajos y luces aisladas, pues no se puede hablar del arte contemporáneo como un fenómeno. También considera que entre sus gestores se comparte poco, cada creador tiende a convertirse en una parcela aislada. Él mismo no pertenece a colectivo alguno, va poco a las exposiciones y menos a los cocteles.
Ya no le da bronca no ganar un premio, lo que todavía no amortigua es la presencia de improvisadores, de los que “quieren hacer del arte una tierra de nadie”, que “son hábiles para marear a los críticos”, que “buscan complicidad con el poder”. Lo que él ha conseguido, ha sido -dice- con trabajo. “No soy millonario, pero he logrado vivir y no tengo otra actividad que no sea el arte”.
Pablo es un artista que investiga para sus proyectos. Lee. En su taller se ven ‘La historia del arte’, de Gombrich, ‘El sueño del celta’, del Nobel Vargas Llosa, y ‘Ursúa’, del premiado William Ospina. También con propósitos de investigación ha vuelto al cine de Werner Herzog, a su filme ‘Aguirre, la cólera de Dios’.
Junto a los libros, Pablo encuentra algo, lo toma en su mano. Como quien muestra su alma, extiende su bocetero: un sencillo cuaderno, que guarda trazos y pensamientos’ Ideas premiadas en bienales y salones, apuntes de sus visiones y reflexiones, de sus viajes.
Al concluir la Residencia Bellagio, no sabe si será en abril o en noviembre, Pablo volverá a Cuenca, a Janneth, su esposa, a sus dos hijos, a sus tradiciones, a trotar las mañanas por sus calles largas y de faroles’ La taza del café esta vacía, la charla concluye y Pablo Cardoso se queda en su taller, junto a la puerta vieja y oliendo tierra mojada.