El acelerado proceso de urbanización ha convertido a Latinoamérica en una de las regiones más urbanizadas del mundo. En este siglo cuenta con 50 ciudades de más de un millón de habitantes.
Quito, obviamente, no escapa a esta determinante.
No obstante, el 45% de esta población urbana vive en barrios precarios y hasta marginales. Y la Organización Mundial de la Salud (OMS) prevé que en el 2025 este porcentaje crecerá hasta el 85%.
Esta explosión poblacional tiene dos caras visibles: la pobreza urbana de la mayoría de la población y el desarrollo suntuario de un pequeño grupo.
Una nota publicada por este Diario el martes pasado daba cuenta del altísimo precio del m2 construido que tienen algunas zonas del norte de la urbe. Valores que superan los USD 2 000 en sitios como La Carolina, el Quito Tenis o La Paz.
Esta desigualdad tiene otras dos consecuencias urbanas nefastas: la aparición de los asentamientos irregulares o ‘invasiones’ y la especulación del suelo por parte de los dueños y ‘comedidos’, quienes son los verdaderos depredadores inmobiliarios. Claro, con las excepciones de rigor.
Frenar los barrios fantasmas es muy difícil en una ciudad que tiene un alto índice de migración interior: una avalancha realizada por personas que en sus pueblos no tienen más horizonte que sus pobres casas y que piensan que en la gran ciudad tendrán más oportunidades.
La solución más plausible es llevar el desarrollo a esos pueblos, para que se vuelvan atractivos y productivos.
El remedio contra la especulación del suelo es igual de difícil porque no hay normas que regulen el precio del m2, que se rige por la oferta y la demanda. ¿Será ya la hora de regular este ítem? ¿Quién lo haría?