Víctor Vizuete. Editor vvizuete@elcomercio.com
La arquitectura es un elemento esencial de los máximos eventos deportivos mundiales: el Mundial de Brasil, que culminará el domingo 13, es un ejemplo.
Los 12 estadios habilitados para esta cita deportiva son una amalgama de funcionalidad, estética y adelantos tecnológicos. Parte sustancial de sus diseños fue volverlos lo más sostenibles posible; es decir, que puedan autosolventarse y sean amigables con el ambiente.
En Brasil, cuatro de los 12 son nuevos y ocho son remodelados. Y aunque no son tan espectaculares como los de Alemania 2006, presentan diseños llenos de soluciones interesantes.
El Mineirao, de Belo Horizonte, por ejemplo, fue reconocido como el ‘estadio verde’ por su aporte a la preservación del ambiente. Su cubierta conformada por 1 500 paneles solares está programada para dar energía al estadio y a unas 700 viviendas colindantes.
El Castelao, de Fortaleza, recibió el certificado internacional LEED por las buenas prácticas de construcción y el uso racional del agua y de la energía eléctrica.
En cuestión de diseño todo está bien. El problema es que estas megaobras son imposibles de realizar sin ingentes inversiones económicas. Inversiones que ocultan bajo las rutilantes fachadas la disparidad que existe entre los diferentes sectores de la sociedad.
Una brecha que Brasil no pudo ocultar por más esfuerzos que realizó el Gobierno y que desató la polémica, que siempre acompaña a todo gran proyecto arquitectónico: ¿qué tan conveniente es invertir en esos proyectos -que pueden convertirse en elefantes blancos- cuando existen otras necesidades urbanas imperiosas, como la falta de vivienda digna, de hospitales, de escuelas…?