Un joven llegó al consultorio médico con un frasco de formol y un féretro en las manos. El endocrinólogo, Fausto Clemente Orellana, se sorprendió al escuchar la petición que le hizo: “Mi madre tiene 80 años; sufre de diabetes y ya no hay nada que hacer. Vengo a que le dé santa sepultura”.
Orellana no pudo contener su indignación. “Usted no es un ser humano”, le dijo. “Luego de que su madre le dio tanto en la vida cómo puede venir a querer acabar con ella”. El especialista pidió al joven que saliera del consultorio y buscó a la octogenaria mujer. La convenció de que siga un tratamiento y alargó su vida 15 años.Durante ese tiempo, ella no volvió a hablarle a su hijo. Conoció que su verdadera intención era hacerse de una herencia. “Nosotros (endocrinólogos) no curamos ninguna enfermedad, pero la prevenimos y damos una mejor calidad de vida a las personas. Ese es nuestro compromiso”, dice orgulloso Orellana.
Durante 34 años, él ha dedicado su vida a combatir la diabetes en el país. Ha escrito 70 trabajos de investigación en revistas especializadas y ha publicado 10 libros. Es considerado un pionero de la educación diabetológica y, por su trayectoria, el Municipio de Quito le entregó uno de los principales reconocimientos científicos del país: la condecoración Eugenio Espejo.
La medalla está colgada en una pared del consultorio, sobre el marco de la fotografía de su único nieto Ariel, de 8 meses de nacido. “Este año Dios ha sido muy generoso conmigo. Si bien no tengo mayores bienes materiales, el cariño por un nieto o el gracias que me da un paciente cuando se mejora su calidad de vida son las mejores recompensas”.
Tras la condecoración, Orellana fue bombardeado con cartas y correos electrónicos de sus colegas especialistas residentes en Cuba, Chile, Colombia, entre otros. El escrito que guarda con mayor aprecio tiene como remitente al médico Manuel Vera, de La Habana. “Ojalá en América Latina hubiera más Orellanas”, se lee en la misiva. El cubano hace referencia a la campaña de educación diabetológica que Orellana ha liderado en el país, especialmente en Quito. 10 000 personas que padecen enfermedades relacionadas con la diabetes aprendieron a diagnosticarse; controlarse y a colocarse las dosis de insulina que permite alargar su vida.
También habla del aporte que ha hecho el ecuatoriano como catedrático de la Universidad Central y médico voluntario de los hospitales Eugenio Espejo, Pablo Arturo Suárez y Tierra Nueva.
“Este reconocimiento es el más grande que he recibido. Lo destacable es que me lo hacen en vida, a mis 59 años, y no después de muerto. Pero este premio no es solo mío, sino también de mi esposa, fisioterapista, que ama a los adultos mayores y a complementado mi trabajo. Somos como el dúo dinámico (ríe)”.
Orellana distribuye su tiempo entre la atención a sus pacientes en su consultorio privado, en el norte de Quito, y la Fundación Ecuatoriana de Diabetes, que él creó para ayudar a las personas de escasos recursos. Ahí ha sido testigo de las historias más duras, como la que se presentó la semana pasada. El especialista cuenta que llegó una joven a decirle que quería que su madre fallezca, porque ya era un problema para la familia. Que requería de demasiadas atenciones médicas y que ella no iba a dárselas.
“Como se imaginará, me indigné y le dije que era una persona inmoral. Que cómo puede desear la muerte de la persona que le dio la vida”. El especialista investigó más sobre la vida de la paciente y halló a otro hijo, “que adoraba a su madre y estaba dispuesto a asumir los cuidados”. Ahora, agrega el médico, está en tratamiento y vivirá muchos años más”.