Todas las ciudades -sean metrópolis o pequeñas- tienen sus encantos y sus lados oscuros; sus aciertos y errores; sus bondades y sus taras…
Quito, primer Patrimonio Cultural de la Humanidad en el país, tiene mucho más de lo primero que de lo segundo. No obstante, posee males urbanos para los que todavía no encuentra solución.
Uno de ellos tiene que ver con el caótico tratamiento que se da a las veredas, parterres, parques comunales, fachadas y cerramientos y pasos peatonales elevados. Especialmente, en los barrios populares y periféricos.
Lo de las veredas, como dice una publicidad de una tarjeta de crédito, no tiene precio. Ni medida. Ni previsión… Ni nada.
Y no es por falta de leyes ni reglamentos, sino porque la ciudadanía se encarga de romperlos olímpicamente sin ningún cargo de conciencia. Y el Municipio no tiene la logística suficiente para controlar toda la urbe.
Muchos propietarios de casas piensan que su propiedad se extiende hasta el borde de la calzada y realizan todo tipo de modificaciones, recortes o extensiones en las veredas, cuando es prohibido hacerlos sin tener una autorización municipal.
En consecuencia, la Ordenanza Metropolitana No. 0282 -que regula y controla todos estos ítems urbanos- es letra muerta.
Controlar la ciudad para que no se alteren los trazados originales de las veredas y calzadas debe ser una ingente tarea para los organismos municipales. Seguramente será una tarea costosa,
pero hay que implementarla para frenar este atropello urbano.
Pero hay algo más importante: quienes vivimos en la capital debemos aprender a cumplir con las normas y ordenanzas. Y a respetar las propiedades públicas y privadas. Debemos aprender civismo.