Chamburo, jijacho y babaco
Estas frutas son parecidas, pero los procesos para elaborar dulces y compotas son diferentes, debido a las texturas y sabores particulares. Foto: Archivo / EL COMERCIO
Usted puede imaginar ese delgado árbol con grandes hojas digitadas y con frutos redondos, verde-amarillos; árbol aislado, levantado en la orilla del terreno lleno de hortensias azules y altamisas. Imagine a unos niños armados con varas secas que golpean el árbol para apoderarse de los chamburos.
Si no fuera porque algo sobra de la memoria, ventisca que confunde los datos, no se pudiera reconstruir el proceso. Se cortaban los frutos por la mitad y la cuchara entraba en acción. Se extraía la carne dulce y cernían las semillas. El líquido, el aroma y el color se han conservado en el gusto y la emoción.
Escasean los chamburos en ferias y mercados. Hasta se podría creer que se los dejó en el abandono del ayer. Pero no, los chamburos tienen historia. Se citan en una Relación del año 1573, de esas que publicó Marcos Jiménez de la Espada, a finales del siglo XIX.
El chamburo, carica crassipetala, protagonizó la chamburada, especie de comeibebe sazonado con jugo de tamarindo y azúcar. Si fuera poco, en la Descripción histórico-física de la provincia de Quito de la Compañía de Jesús, el italiano Mario Cicala S. J., describió un fenomenal dulce acondicionado con chamburo.
Mucho debió añorar el jesuita Cicala a su tierra de adopción, la Audiencia de Quito. En ella permaneció 26 años, hasta 1767. Y en ella hubiese fallecido, si el rey Carlos III, no se sabe si después de mucho pensar, decidió sacar a los jesuitas de su reino.
En Viterbo, Cicala publicó su libro (1771) y como suele ocurrir con el recuerdo de las buenas experiencias, se advierte que mucho disfrutó de las mesas de Quito, Ambato, Riobamba, Cuenca, Guayaquil y de los demás lugares en los que tuvieron haciendas, casas y colegios los jesuitas.
La melancolía de sus recuerdos se apacigua cuando menciona guisos y dulces compuestos con productos nativos de montañas, selvas, ríos y mar de la Audiencia.
En las recetas que describió fueron constantes el aceite de oliva, el vinagre y el vino. Comió en Esmeraldas unos mariscos sazonados con vinagre, aceite y limón, es decir, un antepasado del cebiche. En algunos platos de frutas, además de azúcar se añadió vino.
Es cierto que el rasgo intercultural se dio desde el comienzo de la colonización, sin embargo, en este texto del siglo XVIII, se anotó que los manjares eran comunes a extranjeros, americanos, indios y negros. Los americanos eran otra gente y el italiano señala que el ají fue su golosina, lo comían molido, macerado, entero, en salsa y lo echaban en muchas de viandas.
Parece que con el devenir del tiempo vino y ají fueron ladeándose en las preparaciones, por caro el primero y el segundo porque encontró su sitio en los ajiceros de cristal, cerámica y hierro enlozado. Son otros cantares vino y ají, pero el chamburo fue la perla del jesuita. El dulce se componía de chamburo enconfitado y relleno con otras frutas troceadas.
Casi secreto es en la actualidad el modo de enconfitar, puesto que para conseguir la textura adecuada usan cal viva. Nada dice Cicala sobre este asunto, pero el detalle obliga a imaginar la cuidadosa labor de cocineras y cocineros indios y mestizos en los oscuros espacios que fueron las cocinas.
No se trata de revivir el espléndido chamburo enconfitado y relleno, porque como dicen algunos ensayistas, el pasado llega con un sinnúmero de vacíos y maravillosas invenciones; aunque el chamburo enconfitado seguirá deleitando con el sabor y el matiz amarillo de su carne liberada sobre un platillo de porcelana blanca. Se espera que un jefe de cocina sirva como postre medio chamburo enconfitado y relleno.
Aquí no terminan los recuerdos porque comienzan otros, estos del cacumen de los “americanos” que ya mucho han pensado desde los tiempos de Cicala y Velasco; sin embargo, para aclarar el panorama debieron escribir O. Paz, A. Carpentier, C. Fuentes y tantos otros.
Los recuerdos siempre parten de algún hecho culinario, proceso verificable en el ‘Quijote’, ‘En búsqueda del Tiempo Perdido’, ‘Cien Años de Soledad’, clásicos de la Literatura. Para no ir tan lejos, basta leer ‘Polvo y Ceniza’ de E. Cárdenas o ‘La sombra del apostador’, de J. Vásconez o ‘Baldomera’, de A. Pareja Diezcanseco.
Pero también son nativos el jigacho y el babaco, caricáceos los dos, estos y el chamburo, involucrados con el azúcar de caña dulce y con las especias traídas de otros continentes, hacen lo americano. Enconfitados, en compota, en mermelada, procesos europeos son, sin embargo, diferentes debido a sabores, colores y texturas.
Velasco menciona el higacho. Dice: el chamburo “en algunas provincias se llama higacho”. Pero resulta que este, por causa desconocida, pasó a llamarse jigacho y en la actualidad, en Patate, desafortunadamente lo llaman “baby-babaco” y no es el chamburo. Su nombre científico es carica Vasconcella estipulata V. Badillo.
El aroma del jigacho es invasivo y se expande en el espacio del comedor, mientras espera la hora de participar en el rosero, comeibebe de la cocina criolla del siglo XVIII. Hechura de conventos de monjas enclaustradas, el rosero se distinguió por los olores de aguas de ámbar y rosas y los sabores del agua de azahares, del clavo y la canela, quisicosas que realzaban los motes a los que, pacientemente, se extrajeron los gérmenes.
Refinamiento para diferenciarlo del champús popular, compuesto con harina de maíz y jugo de naranjilla. El rosero, con los demás ingredientes, vale decir naranjilla y piña, se convirtió en el anfitrión de bautizos y fiestas de santos.
La palabra babaco no aparece en los textos aludidos. En el Diccionario de la Lengua Española, el vocablo proviene de la lengua tupí, wawa’su, hablado por los indios del Brasil. Alguien se lo trajo en el siglo XX, alguien que viajó por los ríos amazónicos, no obstante, se asegura que la planta es originaria de los valles andinos del Ecuador. Dicen los botánicos que el babaco es híbrido natural de las especies caricapubenscens y caricastipulata, es decir, chamburo y jigacho.
Imagine usted un arbolillo con hojas digitadas y debajo de ellas un sinnúmero de frutos largos y de cinco lados. Puede uno pensar que se trata de un ser de leyenda engalanado con verdes poliedros. Cada fruto tiene cinco lados y por ello los botánicos le bautizaron con el nombre de carica pentacarpus. Se come el babaco, una vez maduro, en compota, mermelada, helado y batido. En todos los casos luce un color amarillo pálido.
Menos mal que en la caza del patrimonio las caricáceas tienen un haber que no necesita de discursos febriles ni combatientes. Con verlas, olerlas y comerlas se asegura la identidad. Estas frutas llenan los vacíos que dejan triunfos y derrotas.
*Escritor y docente ecuatoriano, ha investigado sobre los alimentos y las cocinas del país.
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