Una ciudad debe, por definición, cambiar. Esto no significa que deba olvidar su pasado; arrinconarlo hasta que se convierta en una zona llena de tugurios y conventillos o, por contrapartida, volverlo un museo frío y amorfo (especialmente por las noches), que solo cobra vida en los folletos promocionales
de turismo.
Las 375,2 hectáreas del Centro Histórico de Quito tienen mucho de eso pero, asimismo, bastante de la dinamia citadina que generan -todavía- barrios de raigambre popular como San Juan, La Tola, La Loma, San Blas, San Roque, El Dorado…
No obstante, áreas enteras, como La Merced o La Chilena, están llenas de casonas divididas en bodeguitas (por la cercanía de los centros comerciales del ahorro); mientras que por sitios como las plazas de Santa Clara, La Victoria o la mismísima San Francisco, pasadas las 21:00, no transita ni el fantasma del padre Almeida.
¿Cómo cambiar este panorama poco halagador que tiene el tan promocionado y hermoso Centro Histórico quiteño?
Pues recuperando la mayor cantidad de bienes para la función de vivienda digna; es decir, mejorando el hábitat de quienes residen en la zona o recuperando viejas construcciones depauperadas para volverlas sitios residenciales con gancho y atractivos suficientes que impulsen a los ciudadanos a querer vivir allí.
No es una visión quimérica ni una guerra perdida. Varios inmuebles ya se han recuperado con ese objetivo. El último logro en este sentido es la transformación del viejo y ya obsoleto Hotel Colonial del Cumandá en un flamante conjunto residencial de buenos estándares.
El flamante condominio es funcional y bonito. Ahora falta mejorar la seguridad del entorno.