Casey Affleck, interpreta a Lee Chandler, un taciturno conserje y un papel con el que ya ganó el Globo de Oro, como Mejor actor. Foto: El COMERCIO
La de ‘Manchester frente al mar’ es una historia sencilla: un hombre acongojado que se ve obligado a enfrentarse a un oscuro pasado.
Sin embargo, es la forma en la que esa historia se cuenta en la pantalla, la que ha merecido seis nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor película, protagonista, director y guion, entre otras.
En su tercer largometraje, el director y guionista Kenneth Lonergan se acerca a la cotidianidad de lo ordinario con una visión que le permite extraer un relato conmovedor, sobre la complejidad de la emoción humana, en general, y de la tristeza, en particular. Todo, a la luz de una ciudad fría e indiferente, retratada con intenciones de realismo puro.
Como protagonista de ese relato, Casey Affleck sorprende con una impecable interpretación, en el papel de Lee Chandler, un hombre que habita un espacio -para él- estéril y sin sentido, mientras se dedica a reparar fugas de agua, inodoros tapados o techos averiados, como conserje en un conjunto de departamentos.
La falta de interés por las relaciones interpersonales, un obstinado ostracismo y la evasión que encuentra en el alcohol son solo algunos de los rasgos que definen su personalidad.
La aridez emocional que se refleja en ese semblante casi inexpresivo ni siquiera se altera cuando recibe la noticia sobre la muerte de su hermano (Kyle Chandler), que lo obliga a volver a su natal Manchester, para hacerse cargo de su sobrino Patrick (Lucas Hedges).
La inquietud sobre aquella extraña actitud solo aumentará al constatar las distancias y los vacíos afectivos que pueden convertir a dos parientes en unos completos desconocidos. Y sin embargo, es justo en ese punto de quiebre en la rutina y ese contraste entre los protagonistas donde radica la potencia de un relato, que irá adquiriendo sentido a partir de pequeñas parcelas de tiempo, que se van introduciendo a manera de flashbacks.
Circunstancias del pasado a las que tendrá acceso el espectador, para ampliar y completar el retrato de un hombre que asiste a su propio naufragio abatido por la marea de la culpa, el dolor y la pérdida.
Sin pretensiones de moraleja, Lonergan desnuda el sufrimiento en su expresión más cruda y real posible.