Bonifacio Crespín dominó con su creatividad el muyuyo ancestral
El ‘Rey del muyuyo’ tuvo 10 hijos, pero solo uno y tres nietos son su ayuda en el trono. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
Dentro de la casa de Bonifacio Crespín Mite no hay muyuyo. Suena ilógico pero a doña Apolonia no le gusta esa rama seca y retorcida con la que trabaja su marido, ese arbusto que brota de la arena y que otorgó a su familia una investidura real.
“Una vez le pedí que me dejara hacer 12 sillas para el comedor. Duraron 12 años, me las botó y las cambió por unas de plástico”, recuerda entre risas Bonifacio, un playense de 74 años, nombrado y reconocido como el ‘Rey del muyuyo’. Así que armó su trono junto al portal. Es una rústica silla hecha por sus manos, rodeada por butacones en los que invita a sentarse a quienes llegan a sus dominios, en la comuna El Arenal, en el km 6 de la vía a Data de Posorja, en Guayas.
El ‘Rey’ es reconocido por domar los troncos encrespados de muyuyo, un árbol típico del bosque seco. Los pueblos costeros lo han usado ancestralmente en cercas para marcar linderos. Pero en manos de Bonifacio se convierten en muebles, adornos y todo lo que se le venga a la cabeza.
No siempre fue un creativo soberano. Antes de 1980 su sustento dependía de lo que caía en la atarraya de pesca y de su oficio como carpintero de ribera. En ese año, un reto lo encaminó hacia su imperio. “En esos días estaba terminando de arreglar una casa. Y el señor Francisco Correa, un gran amigo, había comprado una butaca. Me la trajo y me dijo: tú puedes hacer esto”. Intentó escapar del desafío y no pudo. Tuvo que viajar a la montaña con su burro de carga y un machete para cortar el material.
Después de 15 días, entre cortes fallidos y rabietas, lidiando con el serrucho, el martillo y el formón, terminó dos butacas muy parecidas a la original -que por cierto fue hecha por José Lázaro, un primo de su padre, pionero en este oficio desde 1975 y quien conserva un taller hasta hoy-. “Cuando vio las butacas me dijo: no sé cuál es la mía. Y me pagó 120 sucres; nunca había tenido tanta plata en mi mano”. Bonifacio es sincero y no niega sus vicios del pasado. Confiesa que gastó 20 sucres en cervezas, pero invirtió el resto en un millar de varas de muyuyo (ahora el millar cuesta entre USD 300 y 500).
Ese fue el arranque de su negocio real. El muyuyo (Cordia lutea) es una especie leñosa. Ha crecido por siglos entre los pueblos peninsulares, acoplada a los vientos salinos. Puede alcanzar hasta 7,5 metros de altura, con ramas abundantes. Cuando florece se cubre de amarillo, y su fruto, una baya pegajosa, todavía es usada por los comuneros como gel para el cabello. Y ahí terminaba su uso, hasta que Bonifacio, hijo de pescadores, nacido en San Vicente de Playas, marcó un sello.
El aserrín cae como una garúa en el taller del ‘Rey del muyuyo’ -así fue bautizado en su primer reporte de prensa, que guarda como un tesoro-. Su hijo Johnny y sus nietos Antonio, Cristian y Álex son sus sucesores en el trono, aunque confiesa que todavía titubean a la hora de hacer ciertos diseños. Moldear el muyuyo no es fácil. Con el tiempo este noble artesano aprendió que hay troncos gruesos y delgados, curvos y rectos, bejucos tiernos y corteza madura; y que cada uno tiene su función.
“Tablas no se puede sacar, porque el trono es muy angosto. Hay que usarlo según la forma y solo de repente se le da una lijadita a los nuditos. Pero casi siempre va rústico, que es lo que le gusta al cliente, lo natural”. Con la sierra, el torno y la pulidora ha creado sillas, taburetes, baúles, anaqueles, maceteros, mecedoras. Y adornos que cubren las paredes de su bodega con formas de delfines, timones, anclas…
La pieza más barata está en USD 7 y un sofá puede costar hasta 100. “Casi nunca he fallado en los diseños. Pienso el modelo en la noche, al siguiente día lo estructuro y en un día más lo engalano. La técnica es de colado, mechado y clavado, con clavos invisibles”, cuenta mientras sostiene un tablero con ramitas empalmadas. Ingenio le sobra, pero al ‘Rey’ le preocupa que el árbol que lo ha hecho famoso desaparezca.
En su memoria guarda la imagen de una enramada junto a la playa, frente a su casa. Ahora solo conserva tres matorrales en su patio para mostrar a sus clientes de donde nacen sus obras. El material le llega desde las cercanas comunas de Cerecita y Bajada de Chanduy, donde la agricultura gana espacio entre los bosques donde reinaba el muyuyo.
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