Los avatares del cerro tutelar quiteño

El Panecillo es el punto de referencia de la capital; la estatua de la Virgen está desde 1975. Foto: Edison Velasco / EL COMERCIO

El Panecillo es el punto de referencia de la capital; la estatua de la Virgen está desde 1975. Foto: Edison Velasco / EL COMERCIO

El Panecillo es el punto de referencia de la capital; la estatua de la Virgen está desde 1975. Foto: Edison Velasco / EL COMERCIO

Para los nietos del Panecillo, hijos de los hijos de los arriesgados emprendedores de principios del siglo XX, que se decidieron a comprar un predio en su entorno indócil, este gran otero de 200 metros de altura conformado por calizas, areniscas, chaparros y eucaliptos era -y es- mucho más que el gran referente de San Francisco de Quito. Era y es parte sustancial de su vida, otro miembro de la familia, un elemento importante de las vivencias cotidianas.

Para ellos, nosotros, que nacimos, crecimos y nos hicimos adultos en una de sus faldas, el Yavirac de los indígenas, Shungoloma de los mestizos, Cerro Gordo de los quiteños coloniales y Panecillo de los capitalinos modernos siempre fue más que un hito geográfico: fue parque de diversiones, tubo de ensayo de los escarceos juveniles, sitio de encuentro de los amores furtivos, refugio discreto de las fugas estudiantiles o estudio abierto para los ‘nerds’ más radicales, quienes hallaban en el silencio que reinaba en el área el mejor aliado para atrapar al vuelo los secretos de las ciencias.

Desde su cima hacíamos volar las cometas ‘selfservice’ que fabricábamos con los sigses propios de la zona o bajábamos hecho flechas en coches de madera –también de fabricación casera– por las pendientes de locura de la Bahía, la Tumbes, la Miller o la Paya, calles que se volvían verdaderos Machángaras con cada diluvio invernal que parecía para siempre pero que no duraba más de una hora. Y dejaba al monte pelado y brilloso, como si hubiera sido ‘betunado’ por un limpiabotas estratosférico.

El examen final para graduarse de verdadero ‘duro’ de la vecindad era penetrar unas pocas decenas de metros por el estrecho túnel que se abría en un descampado de la Miller. Este era considerado un mito por el resto de quiteños -especialmente por los toleños y sanjuaneños, que eran los más díscolos- y formaba parte de las leyendas urbanas como la Ñusta del Panecillo, la Caja Ronca, la Esquina de las Almas o la Cruz Verde. Mito que, gracias a las serias y documentadas investigaciones que Javier Gomezjurado Zevallos recoge en su flamante libro: ‘El Panecillo en la historia’, tiene visos de ser más que una fantasía sin sustento por los vestigios encontrados y por la estela de la historia, ya que los incas, penúltimos conquistadores de este territorio, tenían la costumbre de realizar estos ingenios estructurales en los elementos geográficos parecidos que había en sus territorios.

Con un tesón propio de un ‘hacker’ -que incluyó revisar las publicaciones de todos los historiadores pesos pesados que han escrito sobre el tema, más decenas de actas y documentos oficiales, más cientos de horas de trabajo de campo y de biblioteca- Gomezjurado entrega la historia del magnífico cerro recopilada en 196 páginas. Cuartillas escritas con un lenguaje tan sabroso como un pristiño navideño y tan raudo como el sinnúmero de cascadas que proveían de agua a la minúscula urbe. Caídas de agua que, probablemente, fueron las que propiciaron el nombre ancestral de Yavirac al monte tutelar.

La tomografía histórica del Panecillo que realiza este magíster en historia andina nacido, paradójicamente, en Guayaquil, abarca todos los momentos -infaustos y gloriosos- que ha vivido este cerro, cuya forma se parece a los panes de azúcar que se elaboraban antaño. Desde sus orígenes más remotos -cubiertos por el velo de las leyendas norandinas- hasta la reciente actualidad, época difícil que se balancea entre dos parámetros: el anhelo de crecimiento de sus vecinos más progresistas, apoyados por las instituciones oficiales encargadas de esta tarea; y la prevalencia de la inseguridad y la delincuencia, que ha disminuido mucho pero que no se acaba de ir.

El libro recoge momentos y monumentos tan influyentes como la Olla del Panecillo; la fortaleza militar levantada por los españoles; la Casa del Cañón; la antigua ‘Guerra de los guambras’, batallas a muerte entre los jóvenes de los barrios más cur­tidos de la capital; la bitácora de Montecoquito, complejo de recreación más conocido como la piscina del Yavirac; la construcción de la Cárcel 2;
la inauguración, en 1975, de la estatua de la Virgen de Legarda, convertida ahora en otro ícono quiteño y también un punto importante para el turismo hacia la capital.

Este libro es, asimismo, una válida sinopsis del desarrollo urbano que ha tenido esta zona quiteña, considerada parte de las periferias quiteñas hasta el primer cuarto del siglo pasado y que luego dio cabida a barrios tan representativos de las clases medias y pobres como San Sebastián, La Ermita, Los Dos Puentes y San Diego. Este último, por ejemplo, pasó de ser refugio de las altas castas incaicas en La Colonia a sitio de retiro y, luego, a barrio de estricta raigambre popular, con su tradicional cementerio, cuya última versión abrió sus puertas el 21 de abril de 1872.

‘El Panecillo en la historia’ es un texto que desempolva los auges y caídas que tuvo la sanfranciscana ciudad y diagrama las contradictorias aristas de la metrópoli actual. Todo escrito en tiempo de pasacalle, ritmo al que son tan adictos los auténticos chullas quiteños.

Javier Gomezjurado Zevallos

Nació en Guayaquil en 1964. Es magíster en Historia Andina y miembro de número de la Academia Nacional de Historia.

También es catedrático de la Universidad Central del Ecuador. Ha escrito una docena de libros y un sinnúmero de ensayos monográficos relacionados con las temáticas históricas, sociales y políticas.

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