La brutalidad con que ataca el grupo extremista Al Shabab sigue determinando la vida en gran parte de Somalia. Foto: Mohamed Dahir / AFP
En Somalia tuvo que suceder uno de los ataques terroristas más letales de los últimos cien años para que el mundo volviera su mirada al deprimido continente africano. El país, al igual que muchos de sus vecinos, no sale de su círculo infernal. El pasado fin de semana, un atacante suicida se voló por los aires con un camión, en pleno corazón de Mogadiscio, asesinando a 281 personas e hiriendo a otras 300.
El Gobierno responsabilizó a la milicia terrorista Al Shabab. El grupo, compuesto por unos 9 000 milicianos, controla parte de Somalia y quiere erigir en el país del Cuerno de África un Estado islámico en el que se aplique estrictamente la ‘sharía’, la ley islámica que incluye estrictas reglas sobre vestimenta, graves obligaciones para las mujeres y el uso de mutilaciones públicas como castigo.
Investigadores somalíes creen que la matanza podría haber estado motivada por la sed de venganza, después de que un ataque organizado por Estados Unidos, el verano pasado, matase a varios habitantes de un pueblo, entre ellos niños. Desde la elección de Donald Trump como presidente de EE.UU., el Ejército estadounidense ha intensificado su presencia en Somalia, usando drones para apoyar la lucha contra el terrorismo que llevan a cabo el Ejército somalí y las 22 000 tropas de la Unión Africana. Tras el anuncio del nuevo acuerdo de colaboración entre Estados Unidos y Somalia, Al Shabab prometió aumentar sus ataques.
Durante mucho tiempo, África se ha asociado con la desolación y la miseria. De un lado está el caos político, con gobiernos autoritarios encaramados en el poder desde hace décadas, golpes de Estado y graves violaciones a los derechos humanos. De otro lado, las penumbras sociales y económicas que se reflejan en terribles hambrunas, como la que sufren Somalia y Etiopía. Pero, sin duda, los grandes desestabilizadores son el terrorismo, la violencia étnica, religiosa o directamente sectaria, asegura el especialista en geopolítica Fernando Arancón. De por sí, estas cuestiones ya crean todo un abanico de desastrosas consecuencias para el desarrollo de los países africanos, señala.
En el mapamundi de la Escuela de Cultura de Paz, de la Universidad Autónoma de Barcelona, hay algo que llama la atención: el continente africano está prácticamente plagado de problemas. Hay 25 conflictos y guerras que afectan a millones de habitantes. En 24 países se han identificado 146 grupos guerrilleros que defienden causas separatistas, la defensa de una religión o reivindicaciones diversas.
A Somalia se lo considera un ‘Estado fallido’. Su capital, Mogadiscio, ha sido destruida por la guerra, y se calcula que la mitad de los más de dos millones de pobladores de la ciudad ha tenido que huir. La ONU afirma que casi dos millones de somalíes -de un total de 14 millones que tiene la nación- necesitan desesperadamente asistencia externa. La insurgencia islamista realiza ataques casi diarios contra un debilitado Gobierno, que cuenta con el respaldo de Estados Unidos porque Washington cree que los islamistas están asociados con Al Qaeda. Un reporte de la revista The Economist señala que el terrorismo yihadista en África se ha cobrado miles de vidas. La secta Al Shabab ha asesinado a 15 000 personas, Al Qaeda a 10 000, el movimiento por la unidad y yihad en África occidental a 5 000 personas.
Se trata de grupos que no son solo meros terroristas, sino que aspiran a controlar y dominar territorios donde establecer su propia ley.
En África, las guerras devastadoras de República Centroafricana, República Democrática del Congo, Somalia y Sudán del Sur se han atenuado un tanto, a la vez que rebrota de manera inquietante la tensión en Burundi y –de forma incipiente, pero provocando desplazamientos de población– en Mozambique. Nigeria y sus vecinos Chad y Camerún son los países que afrontan el desafío yihadista de Boko Haram, el temido grupo que ha secuestrado a cientos de mujeres.
En otros territorios africanos, las secuelas de las luchas armadas aún persisten. Angola, por ejemplo, sigue curando como puede las heridas causadas por tres décadas de guerra civil, a la que puso punto y final -en el 2002- la muerte de Jonás Savimbi, principal opositor al gobierno de Luanda. La herencia que dejaron las armas, además del millón de muertos, es hambruna, miseria y cuatro millones de desplazados.
Sierra Leona también lleva consigo el estigma de la violencia. La guerra civil comenzó en 1991 y terminó en el 2002, luego que rebeldes del Frente Revolucionario Unido, que buscaba tumbar al Gobierno, se apoderaron de las estratégicas minas de diamantes y a través de su explotación logró el dinero suficiente para comprar armas.
Al conflicto se lo conoció como ‘Diamantes de sangre’, porque sirvió para financiar las guerras africanas. Once años de enfrentamientos dejaron 200 000 muertos y dos millones de desplazados. Las mujeres fueron las principales víctimas: una de cada dos sufrió una agresión sexual.
En Ruanda, el asesinato del presidente Juvénal Habyarimana, el 6 de abril de 1994, encendió el terror y las matanzas tribales. Fue tal la ola de violencia que se desató en el país africano que, durante cinco meses, fueron asesinados entre 800 000 y un millón de tutsis, causando, además, más de dos millones de refugiados. El 85% de la población, los hutus, agredió, torturó y aniquiló de manera sistemática al otro 15% tutsi con un objetivo claro: exterminarlos.
Human Rights Watch (HRW) sostiene que África Subsahariana experimenta la mayor ola de conflictos armados desde la descolonización, en las décadas de 1960 y 1970, debido a la creciente amenaza de grupos terroristas y fundamentalistas.
Hoy, los ataques de grupos extremistas -como Boko Haram, Al Shabab o Al Qaeda- son una tendencia emergente, advierte el director para África de HRW, Daniel Bekele. En la raíz de estos abusos generalizados, la ONG identifica factores que explican los principales problemas de África: la pobreza, el desempleo y el masivo crecimiento de la población, los malos gobernantes y la debilidad de las instituciones.