Presos por accidentes viales en Ecuador, entre la fe y la resignación

En Los Olivos, los detenidos alistan la red  para jugar vóley. Este lugar tiene capacidad para 119 detenidos. Patricio Terán / EL COMERCIO

En Los Olivos, los detenidos alistan la red para jugar vóley. Este lugar tiene capacidad para 119 detenidos. Patricio Terán / EL COMERCIO

En Los Olivos, los detenidos alistan la red para jugar vóley. Este lugar tiene capacidad para 119 detenidos. Patricio Terán / EL COMERCIO

Era diciembre del 2016. Faltaba poco para Navidad y tenía planificado cenar con sus padres en Santo Domingo. Pero un miércoles, Esteban salió de la universidad y luego de beber con una compañera se estrelló contra un taxi en la av. 6 de ­Diciembre y Portugal (Quito).

Era la 01:30 de un jueves. Recuerda que se bajó del carro y vio a una pareja en el piso. El hombre había muerto. Quedó detenido y ahora está recluido en Los Olivos, uno de los dos centros de detención en la ciudad de Quito. En ambos centros están encerradas en ­total 75 personas.

El jueves, Esteban veía la televisión. Sobre el viejo velador de madera están ocho libros de auditoría y contabilidad. Tras la captura dejó de ir a clases y hoy estudia a distancia. Tiene miedo de ser llevado a Latacunga porque nunca ha tratado con delincuentes, con narcotraficantes o asesinos. “Tengo miedo de que me agredan o me hagan algo peor”, expresó el joven.

En Los Olivos, un edificio en el que hace cuatro años funcionaba un colegio, los detenidos por conducir en estado de embriaguez, por ir en exceso de velocidad o manejar sin licencia se levantan a las 06:00.

Al llegar al primer pabellón se escucha el agua que cae de las tres duchas eléctricas instaladas en el único baño que hay en ese largo pasillo.

A sus costados están siete habitaciones, cubiertas con pintura blanca, que poco a poco se deteriora. Ningún detenido aparece. Solo se escuchan sus voces desde los cuartos y el sonido de los televisores.

El olor a desinfectante de uva es fuerte en la habitación 6. Adentro, cinco compañeros de Esteban barren el piso, trapean y arreglan las literas. Este es un requisito antes de ir al desayuno. Fausto limpia su habitación. Tiene 58 años y está allí hace tres meses. A inicios del 2016, el Trolebús que manejaba chocó contra un auto en Guamaní, un barrio del sur. En agosto pasado fue condenado a un año de cárcel por huir del lugar y dejar a un herido.

Cuando llegó a Los Olivos estaba nervioso y le temblaban las manos. Solo pensaba en sus tres hijos y en su esposa. Cerca de las 15:00, ella llegó con cobijas y un calentador. Deja de hablar, alza la cabeza y llora. Después del siniestro perdió su trabajo en el Trole y ahora su familia vive de dos buses que tienen en Quito.

La limpieza en los cuartos termina y los infractores se visten con pantalones deportivos, sandalias o zapatillas sin cordones, para evitar algún intento de suicidio.

Un agente de tránsito grita: ¡Formar para el desayuno! Todos caminan al comedor y hacen fila para coger pan con jamón, jugo de mora y un huevo duro. Tienen café o té.

La comida la entrega una empresa de catering y es costeada por el Municipio. Los procesados no pueden meter comida, salvo frutas y agua simple. Exer Cruz es el cocinero. “A veces incluso les traigo tigrillos”.

Una hora después, solo tres presos se quedan para lavar los platos. El resto vuelve a sus cuartos. Uno ve una película mexicana, otro lee a Mario Vargas Llosa. Cuentan chistes y al fondo se escuchan risas. Allí están universitarios, licenciados, tecnólogos o choferes profesionales de la capital.

En un cuarto, seis personas forman un círculo y oran. “Padre nuestro, que estás en el cielo...”, dice el predicador.

El corredor huele a tabaco. Los fumadores van a un cuarto solo para ellos. Las paredes de esta habitación están grafiteadas con nombres como Chicho, Álex, Victoria. Todo está rayado.

Se ve a varias personas que caminan hasta el salón de ­manualidades. Allí, un hombre tritura cáscaras de huevo para decorar jarrones. Otro lija. Un joven corta botellas para hacer vasijas. El Municipio capitalino cubre todo.

Igual ocurre con otras ciudades, salvo Guayaquil, en donde estos centros están a cargo del Ministerio de Justicia.

Hasta octubre, 275 personas del país pagaban condena por causar accidentes fatales. En Guayaquil eran 91 y en Cuenca 10. No todos se quedan en los centros municipales. Cuando son condenados por haber causado muertes en las vías deben cumplir sus penas en cárceles como la de Latacunga.

Esteban está a punto de ser llevado allá. El juez lo sentenció a 12 años de cárcel, pero se mantiene en Los Olivos hasta que terminen las apelaciones.

Allí quiere seguir. En los patios puede jugar un partido de vóley a media mañana.

Apuestan comida y quienes pierden, en Navidad deberán pedir a sus familiares que lleven un plato especial. Solo en fechas como estas se permite el paso de alimentos.

Dos horas de deporte y a la 13:00 se sirve el almuerzo. El menú del jueves fue cebiche de camarón con arroz , canguil, chifles, un vaso de limonada y  galletas como postre.

Marcos también está en el comedor. Está preso siete meses de los 12 que debe pagar por ocasionar una muerte.

Una mañana, en la avenida 10 de Agosto, mientras iba a su trabajo, arrolló a una persona que corrió y cruzó la vía. Solo sintió un golpe y vio a una persona volar por encima del auto y caer de cabeza. Llegaron los agentes y le dijeron que el peatón había muerto. Quedó en silencio. Solo pensó en su hija de 7 años. Ella le visita tres veces al mes y pregunta por qué no va a casa. Le responde que debe trabajar.

Le faltan cinco meses para salir, pero terminará su condena en Latacunga. Teme ser trasladado.

Poco a poco, la gente sale del comedor y vuelve a los pabellones, Marcos se queda en una silla. Con voz entrecortada dice que tiene esperanza de salir y volver a su trabajo como bombero mecánico en una concesionaria de la capital.

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