Decenas de venezolanos, en su mayoría jóvenes, han muerto. Los han asesinado las fuerzas del orden y paramilitares del Régimen chavista en desesperado esfuerzo de Nicolás Maduro por reprimir las protestas contra la escasez de alimentos, el caos de servicios públicos, la corrupción y la persecución contra críticos y opositores.
Lo que ocurre en Venezuela confirma que los países, por muy pujantes que alguna vez hayan lucido, pueden venirse abajo en unos cuantos años.
Lo dejo en claro de arrancada: soy amigo de la legalización de todas las drogas prohibidas, y de todos los pasos para su producción, comercio y consumo. No creo que sean buenas, ni neutrales: hacen daño, y mucho. Pero estoy convencido de que su prohibición causa la formación de mafias, las gigantescas utilidades del negocio ilícito y todo el crimen asociado a esos fenómenos. Como lo sostuvo el brillante economista y gurú del neoliberalismo, Milton Friedman, en un mundo donde drogas como la marihuana, la cocaína y la heroína no estuviesen prohibidas, habría muchos menos homicidios: la actividad de las narcomafias carecería de sentido.
No hace falta ser chavista para reconocerle al teniente coronel, cuyo cadáver es ya objeto de culto para millones de personas, cuando menos dos cosas: la primera, que hace 15 años Hugo Chávez supo posicionarse como mesías, tras décadas de corrupción de una clase política indolente e irresponsable; y la segunda, que hizo gala de un carisma y de un liderazgo solo comparables en estos lares con los de Juan Domingo Perón.