La negación de las evidencias resulta un mal negocio en la política. En una época en que la tecnología permite que la información pulule por todos los resquicios de la sociedad, es muy difícil tapar los hechos. Tarde o temprano las cosas caen por su propio peso. Más aún cuando se trata de problemas vividos y sentidos por el común de la gente, tal como ocurre con la inseguridad en el país.
Desde el ministro de las percepciones hasta las acusaciones a los medios de comunicación de exagerar el problema, el Gobierno perdió un tiempo precioso para plantearse una política de seguridad de consenso y de conjunto. Se habría ahorrado una polémica infructuosa, así como las reacciones desesperadas y desproporcionadas que hoy aplica.
Desesperación significa, contra toda recomendación y experiencia, involucrar a las Fuerzas Armadas en el combate a la delincuencia común. Una medida que entusiasma a la tribuna, que recibe adhesiones fervorosas de los transeúntes, pero que carcome la institucionalidad y la convivencia social. Ahora los ecuatorianos tendremos que habituarnos a la percepción (ojalá no pase de eso) de vivir en un estado de sitio permanente. Porque a eso, y nada más, nos remite la imagen de militares patrullando calles y carreteras. Si no que les pregunten a colombianos, chilenos, argentinos y uruguayos, que experimentaron en carne propia, aunque por distintas razones, esa misma situación.
Desproporción significa proponer la inclusión de los choferes prófugos en la campaña de los Más buscados. Nadie se opone a que los responsables directos –y también indirectos– de tantas muertes sean sancionados con firmeza. Pero meter en el mismo saco a la irresponsabilidad y al crimen organizado es un completo absurdo. Implica equiparar al delito como profesión con el delito como eventualidad. No creo que exista en este país un chofer profesional que salga con la misión expresa de atropellar a alguien, de tener una retribución por hacerlo o de despeñarse con su unidad de transporte y causar decenas de muertes.
El sentimiento de indignación y dolor de los deudos, totalmente justificado, no puede ser elevado a política de Estado. Las propuestas drásticas, con tufo bíblico justiciero y vengador, no hacen más que obviar el problema de fondo: la persistencia de un sistema de transporte basado en el abuso, la desidia y la corrupción. Los conductores son un eslabón más de esta larga y enmarañada cadena de irregularidades, en la cual a todos los involucrados debe aplicárseles la ley por igual.
Si un principio jurídico establece correspondencia entre pena y delito, algo similar debería aplicarse entre proceso de captura y delito.
¿O vamos a movilizar a las unidades de élite de la Policía para que aprehendan a los ladrones de gallinas?