Siento que no hay nada más misterioso que la paz. Podemos leer infinitas páginas y proclamas, y quedarnos siempre a mitad de camino entre el suspiro y la admiración. Deseamos vivir en paz, que el mundo viva en paz, que Putin nos deje en paz y que en casa tengamos la fiesta en paz. Quizá sea por eso que los curas nos dicen a todas horas “la paz esté con vosotros”. Hasta a los muertos les decimos “descansa en paz”. Es algo que deseamos ardientemente y cuando logramos unos gramos de paz nos admiramos de que roce nuestras vidas, aunque sea por un minuto.
Las guerras, pensemos en la de Ucrania, nos recuerdan la fragilidad de nuestras paces. Tan es así que parece que según firmamos la paz ya estamos preparando la guerra. Para ello no es necesario salir de casa, ni del entorno familiar, laboral o político. La paz siempre está condicionada por nuestra necesidad de llevar la contra, afirmar nuestra parcela de poder o defender nuestros intereses. Lo que hay en el fondo es el deseo de que brille sobre nuestras cabezas la aureola del poder y, consecuentemente, el sometimiento de los demás. Desde el principio tiene que estar claro “quién manda aquí”.
Podemos leer cuanto queramos, pero la paz sólo la conocemos a caballo de la vida y, precisamente por ello, es un misterio. Por supuesto que no es lo mismo misterio que prejuicio o superstición. El misterio nos ayuda a comprender o, simplemente, aceptar las zonas íntimas del pensamiento, del sentimiento y de la necesidad de sobrevivir en medio de la violencia que nos rodea por doquier. El misterio nos ayuda a esperar y a dar tiempo para que las actitudes más complicadas se serenen y se aclaren. Por eso, misterio y paciencia van de la mano.
Otra cosa es llenar el tiempo de la paciencia de contenidos liberadores, de medidas inteligentes y de generosidad. Son valores que giran en torno a la cabeza y al corazón del hombre y que de forma misteriosa nos humanizan. Algún día sentiremos vergüenza por ser violentos.