Acontecimientos y personajes que nos llenan de vergüenza, abominables por la mezquindad que esconden y porque apestan a codicia, son los que ha decidido historiar Javier Gomezjurado en su último libro: un volumen de 400 páginas cuyo título nos llega como un puñetazo en el estómago: “Historia de la corrupción en el Ecuador”.
Le vi por última vez hace dos o tres años. Algo en su rostro le daba el aspecto de un santo, o un sabio, o más bien, de un profeta.
Sucede lo mismo en todas las iglesias: sus fundadores escriben textos rigurosos que contienen proposiciones respetables, porque no son el fruto del capricho sino de profundas, prolongadas y a veces tortuosas meditaciones.
Había pensado agregar esta página a mis reflexiones sobre la condición humana en esta época dominada por la tecnología y la codicia, pero la aparición del primer volumen de las Obras Escogidas de Aurelio Espinosa Pólit, S.J., me obliga a modificar mi programa.
¿Qué tiene de verdaderamente nuevo un mundo que parece ya no ser el mundo de ayer? Sé muy bien que todo intento de responder a esta pregunta de una sola vez fracasará de antemano.
Cuando esto escribo se encuentra en pleno desarrollo la sesión del Concejo que debe tomar una decisión sobre los pedidos de destitución del alcalde que han sido tramitados durante las últimas semanas. Independientemente del resultado de este proceso, me parece que el hecho mismo de que se haya llegado a este punto merece una reflexión.
Llevo ya más de un año sin cruzar la puerta de mi casa, y este radical confinamiento me ha mantenido hasta ahora, junto a los míos, libre de los contagios y la muerte. Estuve citado para la vacunación ofrecida por el Ministerio de Salud, pero vi la noticia de las interminables filas, las fatigas, los extenuados rostros de otros ancianos como yo, y preferí no exponerme todavía. No sé cuándo llegará la seguridad de una atención sin demoras, ni confusiones, ni prolongadas exposiciones al riesgo de contagio, precisamente cuando se busca la protección de todos los contagios. Sigo, por consiguiente, recluido en mi casa, escribiendo a mis amigos y recibiendo sus cartas, y borroneando papeles porque no puedo abandonar el oficio más solitario de este mundo.
Un viejo amigo, con quien compartía enotro tiempo conversaciones encendidas que hoy se han reducido a esporádicos correos, acaba de escribirme en uno de ellos que lo mejor de la elección de Lasso es que podremos hacerle oposición sin temer sus represalias, y como prueba cita la declaración relativa a la intención de derogar la Ley de Comunicación, que es una de las perlas del autoritarismo.
Imaginemos que después de 40 años de ausencia, durante los cuales no he recibido ninguna noticia del Ecuador, regreso al fin, me entero de mi obligación de votar en las próximas elecciones y de la oportunidad de orientarme escuchando un debate entre los candidatos finalistas, a quienes, desde luego no conozco. Veo entonces muy atento la transmisión del debate y decido... Pero ¿qué puedo decidir? Nada. Con lo que he visto y oído, no puedo decidir nada.
ftinajero@elcomercio.org En 1655 Londres fue asolada por la “gran peste”. Daniel Defoe tenía entonces cinco años, pero pasaba ya de los setenta cuando se valió de los apuntes que había hecho un tío suyo, para escribir un relato de aquel flagelo como si fuera el reportaje de un testigo, y con tal apariencia de autenticidad, que llegó a incluir las estadísticas de los enfermos y los muertos.
Todos tenemos un lado flaco, y el mío es un poliedro de cien caras. Una de ellas es mi debilidad por la música; otra, mi tendencia a reducir la plástica a discurso racional. Pero no siempre lo consigo: cuando las obras no son de las que complacen mis sentidos ni favorecen la búsqueda de la verdad escondida en las formas, pierdo el piso racional, es decir, los referentes seguros.
A mediados del último diciembre se presentó en la Universidad Andina Simón Bolívar un volumen que reúne toda la producción narrativa de Marco Antonio Rodríguez. “Todos mis cuentos” titula ese volumen y ha sido trabajado tan ricamente como los más recientes libros de su autor, cuyo interés en el arte visual no se ha expresado solamente en su notable competencia como crítico, sino también en esa dedicación amorosa a la producción del libro como objeto de arte. Ilustraciones de José Luis Cuevas, Oswaldo Guayasamín, Carlos Rosero, Miguel Varea y Oswaldo Viteri así lo demuestran, apoyadas en la inteligente diagramación de Manthra Comunicación.
Marcel Mauss, considerado como el padre de la etnología francesa, decía que la donación tiene una importancia primordial en las sociedades primitivas, entre las cuales se encontraban rigurosamente establecidos los rituales que acompañaban al acto de dar a otro algo material a título gratuito. Según el famoso etnólogo, tal es el fundamento de la reciprocidad, que algunos antropólogos locales creyeron exclusiva de las sociedades andinas, aunque ha existido en todas las culturas: al fin y al cabo, el ser humano es uno y el mismo en todas partes, aunque tiene muchas maneras de realizar su humanidad.
Hay quienes creen que el siglo XX fue en nuestra historia el de la lenta y accidentada construcción de una democracia, pero quizá sea más preciso decir que fue el siglo de la masificación de la política, que no es lo mismo. Aquello de la democracia fue solamente un disfraz que redujo todo un sistema de gobierno a la repetición más o menos periódica del ritual del sufragio.
Por un extraño atavismo, cuyos orígenes se pierden en la niebla de las más remotas supersticiones, los seres humanos solemos celebrar en grande la terminación de cada año, que a la medianoche se confunde con la bienvenida que damos al año que comienza. De una verdad objetiva e impersonal que se refiere a los movimientos astronómicos, la humanidad ha derivado misteriosos significados personales o sociales de esa vuelta sin término de la celebración ritual: por eso solemos decir “año nuevo, vida nueva”, como si el simple hecho de arrancar el viejo calendario para sustituirlo con el nuevo, tuviera algún efecto mágico sobre nuestra vida. Pero es suficiente que pasen treinta días para reconocer que no, que no hay cambios en la vida sin el concurso de nuestra voluntad, porque el tiempo, indiferente a nuestra minúscula existencia, sigue su paso inalterable.
Durante estas últimas semanas hemos asistido estupefactos a la inacabable serie de quiebros y requiebros entre las dos entidades creadas por la Constitución de Montecristi para administrar nuestro derecho democrático de elegir a quienes nos gobiernen. Suena bien, por supuesto, que no sea una misma institución la que lleve a cabo los procesos electorales y la resolución de los conflictos que pueden suscitarse; pero los desacuerdos que se han producido entre los dos organismos no dejan de producirnos desconcierto.
No es novedad que, en la Constitución de Montecristi, la parte orgánica contradice muchas veces a la parte dogmática. Es como si el legislador constituyente hubiese querido borrar con el codo lo que había escrito con la mano. O como si hubiese creído que los ecuatorianos somos un hato de imbéciles: quiso contentarnos con la declaración abstracta de un centenar de derechos, pero enredó tanto su aplicación que dejó en claro su poca voluntad de respetarlos. La interminable enumeración de derechos de la parte dogmática, contrasta con los procedimientos que la parte orgánica establece para su aplicación: son unos procedimientos parecidos a las famosas vueltas de Otón de nuestros antiguos caminos hacia el norte: vueltas y vueltas en seguidilla por un angosto camino que bordeaba el precipicio.
Yo creía que el mundo de lo maravilloso se había agotado en “Cien años de soledad”, donde las cosas más familiares y cotidianas dejan ver de repente algo que excede todos los límites de lo natural. Pero estaba equivocado: lo maravilloso está todavía presente en nuestro mundo, pero no para rodearnos de mariposas amarillas ni para levantarnos hasta el cielo mientras ponemos las sábanas a secarse en el sol. No. Lo maravilloso se presenta ahora con la torva apariencia de la burocracia, cuya estrechez mental no tiene competencia.
En 1930, tres mozalbetes atrevidos publicaron en Guayaquil un librito de presentación casi artesanal que habían escrito entre clase y clase en el Vicente Rocafuerte, sin imaginar que estaban fundado una época. “Los que se van” era su título, y aludía a los montubios, cuya cultura singular parecía batirse en retirada ante el avance de la modernidad: “la victrola en el monte / apaga el amorfino”, decían los versos liminares que uno de ellos, llamado Joaquín, había escrito.
Quizá como resultado de los abusos sufridos durante el período colonial, la desconfianza y el recelo han sido sentimientos de mucho arraigo entre nosotros. No solo en la esfera pública, sino también en la privada, la desconfianza empaña toda suerte de relaciones, bien sean laborales, familiares, comerciales, o cualesquiera otras: cada cual mira a los demás pensando siempre que entre ellos hay un posible defraudador; cada cual se pone en guardia, busca asegurarse de mil modos, se viste de una armadura imaginaria formada por alarmas, seguros, guardias, vigilantes, cercas, y no sé cuántos otros artilugios; y al hablar de los principios que rigen nuestra vida, el primero es la consagración absoluta del recelo: “piensa mal y acertarás”.