Cuando el proceso unificador de los trece estados de Nueva Inglaterra (futuro EE.UU.) por intereses económicos y la crispación política de sus autores, empieza a tambalear y deslizarse peligrosamente hacia el despeñadero, se yergue la figura descollante del moderador de pasiones, Benjamín Franklin, filósofo, científico y político de talla universal; quien para aquietar las aguas del caudaloso río que estaba a punto de desbordarse y arrasar con los cimientos de la nación, propuso al congreso una brillante idea para salir del atolladero en el que se debatía; crear el Senado, instancia que dirimiría las diferencias entre los representantes de cada estado; salvando de esta manera su gran obra; simultáneamente trabajó en la construcción de una identidad para el futuro ciudadano norteamericano, gracias a la coyuntura que le proveyó su imprenta, pasión a la que consagró gran parte de su vida; en periódicos y almanaques, empezó a publicar un prototipo del estadounidense donde se condensaba tod
El espíritu de Benjamín Franklin, que debe pulular por el corazón de todo el territorio estadounidense, debe estar horrorizado al ver que su gran obra pende de un hilo, por la irrupción abrupta de Trump al escenario político de Estados Unidos, en calidad de primer magistrado; un abismo insondable se abre entre estas dos figuras de la política; Franklin, un filósofo, pensador de talla universal, de mente versátil, cuyas ideas tuvieron resonancia en la Francia de la Ilustración; Trump, un vulgar político autoritario, de oscura y siniestra ideología, de su comportamiento compulsivo, se ha nutrido la televisión para erigirle como figura de carácter mundial.