El tema no es si debía o no el Ecuador invertir en excelencia académica, dar saltos cuánticos en la investigación en ciencia y tecnología y convertir al país en una economía del conocimiento.
Todos compartimos ese sueño. El problema –como siempre- era cómo hacerlo. Lo responsable era preguntar a todos quienes habían hecho investigación dura en el Ecuador y saben de lo que están hablando. Seguro los más experimentados cerebros de la
Escuela Politécnica Nacional y la Espol tenían ideas interesantes.
Se invitó a liderar el proyecto a Guillermo Solórzano, uno de los ecuatorianos más destacados en investigación aplicada a nanotecnología, con posdoctorados en Stanford y MIT. Tenían en ese entonces (2009) cerca el sabio consejo de Arturo Villavicencio con excelentes ideas. Mejor panorama, imposible.
Pero pasó lo que siempre pasa en este gobierno: no fue incluyente, se cerraron oídos a gente que realmente conoce del tema y todo terminó en manos de un grupo muy cerrado, con aspiraciones faraónicas que –para variar- creía saberlo todo. El resto ya es historia. Guillermo Solórzano fue despedido sin mayor explicación, lo mismo que le pasó luego a Arturo Villavicencio en el IAEN. Estos dos seres notabilísimos con quienes el país debería estar profundamente agradecido, fueron tratados como últimas ruedas del coche. Mientras tanto, los encargados viajaron pletóricamente por el mundo promocionando Yachay, incluso antes de contratar la consultoría de más de un millón de dólares para diseñar recién la organización y las mallas curriculares. Los que ganaron la consultoría (y viven en California) son ahora miembros del Consejo Directivo, pagado con opulencia. El rector escogido duró menos de dos años y se va ahora denunciando lo que dirigió.
¡Ah!, una oportunidad perdida más, porque el consenso que emanaba de universitarios nacionales era crear un nodo, red o megaconsorcio llamado Yachay, no una universidad que compita en recursos humanos y financieros con todas las demás. Un ente que coordine investigación en el país, ofreciendo fondos concursables a las universidades y premiando los mejores proyectos y asociaciones con la industria, que permita ofrecer becas específicas de doctorado para consolidar la oferta de profesionales nacionales (los que realmente se quedan) y realizar investigaciones a gran escala asociadas con grandes centros de desarrollo como MIT, Caltech. Algo mucho más colaborativo.
¿Se imaginan cuánto podría hacer por la investigación en el Ecuador 30 o 40 millones concursables al año?
Las lecciones son obvias. La primera es respeto. No basta soñar alto, hay que ser profundamente responsable con sueños que se pagan con recursos de los ecuatorianos. Lo segundo es confianza en nuestras universidades, pero sobre todo en su gente y en nuestros viejos sabios como Solórzano o como Villavicencio que, sin ser prometeos, sabían cómo lograr saltos cuánticos sin crear elefantes blancos en el camino. Inútil decir lo tercero: faltó humildad, muchísima humildad.