Todos quisiéramos repetir a quien se encuentra a punto de arrancar, el ruego de Sancho Panza a Don Quijote, estando este a pocos pasos de la muerte: “y vámonos al campo vestidos de pastores”… Así pediríamos al viajero para retenerlo con un nuevo sueño, con otro ideal y promesas de distintas batallas. Pero la muerte se impone; llega pasito a paso; llama y se lo lleva todo: esperanzas, sosiegos y desasosiegos; tal es su papel.
“Y vámonos al campo”, habría querido pedir a cada uno de los amigos que se fueron; enamorados de la expresión bella, buscadores del tesoro escondido tras cada decir, de la mejor palabra para expresar la pena o la alegría; buceadores de narraciones e historias, de léxicos y vocabularios; de expresiones, dichos, refranes, máximas y proverbios. A esos amigos a los que no alcanzó la vida para decir y decirse.
Se nos han ido, en poco tiempo, cuatro académicos de imborrable recuerdo. Carlos Joaquín Córdova, el incomparable buscador de ecuatorianismos; el hombre que llenó de anécdotas cada artículo cuyos lemas, en apariencia elementales, daban siempre para algo amplio y distinto que contar. Se nos fue Plutarco Naranjo, el científico, médico, escritor e investigador. Se nos fue Jorge Salvador Lara, maestro desde la Católica, historiador, académico de la Historia y de la Lengua. Se nos acaba de ir Renán Flores Jaramillo, sencillo y discreto hasta la médula, sabio en su bondad, que todo lo comprendía y aquilataba con justicia, amigo de sus amigos y enemigo de nadie, de nada.
Los tres, Córdova, Salvador, Flores fueron directores de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. El primero, entre 1998 y 2008, diez fructíferos años en que se iniciaron los hoy ininterrumpidos trabajos panhispánicos que han producido frutos señeros. El segundo, entre 2008 y el inicio de 2012, promovió el ingreso a la Academia de la Lengua de notables valores de la palabra, en la política, en la narrativa, en la poesía… Y Renán Flores, cuya muerte nos toma por sorpresa pero no nos calla, continuó el gobierno de la Academia entre marzo de 2012 y febrero de 2013. Se fue hace pocos días. La Academia ha quedado huérfana sin él, sin ellos.
Todos fueron quijotes, cada uno a su modo. Idealistas, caballeros a quienes habríamos querido pedir, como Sancho, que no se dejaran vencer de la melancolía, pues “tras de alguna mata hallarán a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver”. Pero no tuvimos tiempo.
Todos nos iremos, como sabía Quevedo: “¡Cómo de entre mis manos te resbalas! / ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! / ¡Qué mudos pasos traes, muerte fría, / pues con callado pie todo lo igualas! // ¡Oh condición mortal! ¡Oh dura suerte! / ¡Que no puedo querer vivir mañana, / sin la pensión de procurar mi muerte! Y nosotros, ingenuamente, repitiendo “y vámonos al campo”, y ellos ya no están.