Quizás hoy por hoy el único ecuatoriano que pueda cometer el magno desafío de elaborar la historia de la literatura de nuestro país -completa, compleja cargada de inspiración crítica e imparcial- sea el académico Hernán Rodríguez Castelo. Y lo sea, por la amplitud de sus lecturas, por la vastedad de conocimientos eruditos y por el insobornable espíritu de justicia, indispensable.
Por ventura, Rodríguez Castelo está acometiendo el desafío con el singular denuedo para el trabajo investigativo que a él le caracteriza. De hecho ya ha culminado y publicado varios volúmenes: de los años iniciales: de los casi siempre desconocidos siglos coloniales; del dramático forcejeo para conseguir la independencia y también del doloroso y confuso alumbramiento de la vida republicana. Sobre todo respecto de fases más recientes, es extremadamente sugestivo el método que va siguiendo con varios de los personajes, más allá de ligeras variantes: se trata de que busca y revela la mutua interacción entre el escritor y el ser humano, y logra que el lector alcance el panorama más lúcido, comprensivo e iluminador. Los simultáneos haces de luz no acaban siendo reflectores que enceguecen a quienes llegan hasta la obra, sino que se ayudan con notables resultados. Así sucedió con el orador José Mejía, con el poeta José Joaquín de Olmedo, con el fraile cuencano Vicente Solano. También con Francisco Xavier Aguirre Abad, con Benigno Malo y Pedro Fermín Cevallos.
Y para que no quede ninguna duda, Rodríguez Castelo advierte que esos vaivenes entre el acontecer histórico y la producción literaria en “pocos autores está más íntimamente intrincado -imbricado también podría decirse- como en Vicente Rocafuerte, para responder a él dirigirlo, agitarlo, violentarlo”. Por eso la producción de Rocafuerte responde a “requerimientos a menudo urgentes, de la situación y está agitada por intensas pasiones políticas (…). Por eso los cauces a través de los cuales discurre esa escritura le son impuestos por la circunstancia, y son tan variados como ella misma”.
Justamente ahí se descubre la sola debilidad del volumen reciente. Los 2 episodios más discutibles de Rocafuerte fueron el pacto súbito con el general Juan José Flores, su enemigo hasta la víspera, en julio de 1833, y luego de haber colaborado de cerca, la posterior ruptura, 10 años más tarde.
Si se tienen en cuenta el profundo conocimiento de Rodríguez Castelo acerca del personaje y la lectura de todas sus obras, uno imagina las maravillas de comprensión que pudieron escribirse de parte del crítico literario. En ambos casos las referencias son escuetas, casi parcas. Quede la mención: no siempre la economía de las palabras es suficiente recurso a la hora de comprender a protagonistas de tanto fuste, como el primer presidente nacido en suelo ecuatoriano.