Pensando en el Estado laico, deseo decir una palabra, convencido como estoy de que son muchos los que, por el peso de las ideologías, los intereses o la simple pereza mental, andan medio despistados.
Lo primero que hay que distinguir es entre “laicismo” y “laico”. El Estado laicista es el que, de hecho, no permite nombrar a Dios en público ni reconocer su pública presencia. ¡Fuera palabras, invocaciones y signos!, aunque la cuasi totalidad del país se persigne todos los días al acostarse e invoque a Santa Bárbara, al menos cuando truena… Se trata de un laicismo decimonónico que afirma una falsa neutralidad e intenta reducir el hecho religioso a la penumbra de la conciencia, del hogar o del templo. Las consecuencias de semejante afirmación las vivimos en lo cotidiano: la retirada de los signos religiosos de los espacios públicos, la barrida de capillas en hospitales, la supresión de capellanías en centros de salud, prisiones y cuarteles y, lo que es más grave, el planteamiento de la educación como un coto cerrado…
Por desgracia, son muchos los que confunden laicismo con aconfesionalidad del Estado. A estas alturas, nadie sensato aspira a un Estado teocrático, integrista y clerical. La vida política tiene su autonomía, pero el Estado laico (no laicista) siempre tendrá que garantizar el primero de los derechos humanos: el derecho a ejercer la libertad religiosa y a asistir a los ciudadanos en sus necesidades espirituales. Además, a los gobiernos de turno les toca elevar el nivel moral de un país, hacerlo más ético y religarlo a principios y valores que definan de forma íntegra la condición humana. En estos momentos, en medio de un mundo desgarrado por la violencia y los intereses geopolíticos, habría que valorar con decisión la actuación cívica y responsable de los creyentes.
¿Existe el Estado perfecto? Creo que no y que nunca va a existir. Lo cual, lejos de deprimirme, es como un acicate para seguir luchando a favor de la dignidad humana y de un mundo siempre mejor, fraterno y solidario. Lejos de desesperarnos, los cristianos siempre podemos aportar la certeza de que Dios nos ama y quiere la felicidad de todos cuantos habitamos este planeta, sin que importe la raza, la cultura, el sexo o la religión.
¿Qué le pedimos los creyentes al Estado laico? Que sea fiel a los valores y a los derechos humanos, que garantice la democracia y la libertad de todos, que luche por una vida digna e incluyente, en especial referencia a los más empobrecidos. Y, por supuesto, que no nos deje en la cuneta. En cuanto creyentes deseamos entrar en el debate ético actual y trabajar codo a codo para sacar adelante al país.
Y una apostilla para los de casa: el laicismo es una consecuencia de la ausencia de los laicos. Bueno sería que los laicos católicos (y de otras confesiones) se pusieran las pilas y ocuparan su lugar en el debate nacional.
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