Vox Dei’: dicen que así decían los romanos, a cuya sabiduría se atribuye la invención de la república, pero nuestro tiempo no se encuentra muy dispuesto a creerlo. También los pueblos se equivocan, y a veces sus errores cuestan mucha sangre, lágrimas y tiempo, como lo saben bien los alemanes o los japoneses, que hicieron las apuestas más erradas del siglo que hemos dejado hace poco.
Sin llegar a esos extremos, todos los pueblos del mundo tienen también sus errores, y de ellos están plagadas las páginas de todas las historias.
No obstante, aunque los sabemos falibles, la voz de los pueblos no puede jamás ser desoída. Descalificarla de antemano, tildando a sus palabras de simple resultado de engaños y maniobras, es un error muy grande que suelen cometer los gobiernos que se creyeron predestinados a convertirse en dueños absolutos de una verdad tan cuestionable como cualquiera de las que circulan en el mundo: presupone que la sociedad en su conjunto es tan pobre de criterios que siempre puede ser engañada, y eso es falso.
El pueblo ecuatoriano ha empezado a levantar su voz después de mucho tiempo, y nada podría ser mejor que escucharle. No importa que aún sea una minoría la que ha salido a la calle para expresar su rechazo a las más recientes reformas económicas: cuando se encuentra en entredicho la seguridad familiar, basta que unos pocos comiencen para que luego sigan todos los demás.
Se dirá, ciertamente, que ese pueblo descontento no está bien informado. ¿A quién le correspondía, entonces, informarle? ¿Se creyó que la propaganda empalagosa era un buen medio para que la gente se informara? También ese fue un error, y el Gobierno empieza ahora a medir su costo.
Distinto habría sido que desde el principio se hubiera comprendido que ningún cambio puede ser socialmente aceptado si no hay una preparación previa de la ciudadanía, puesto que un cambio en las relaciones económicas implica siempre, en forma necesaria, una sustitución muy profunda del sistema de valores. Ese es, justamente, el fin que persiguen los acuerdos que suelen llamarse “nacionales”, aunque involucran a todas las naciones que conforman una sociedad como la nuestra.
Ese es también el primer objetivo de una política comunicacional que permita la expresión de todas las tendencias, alejando para siempre esa pseudo-comunicación de una sola vía, que convierte a la sociedad en simple receptora pasiva de un mensaje repetitivo que conduce al cansancio. Ese es, finalmente, uno de los objetivos de una política cultural profunda y coherente -esa que le faltó siempre al actual Gobierno, para el cual parece que la política cultural fue uno de los rompecabezas que ningún ministro pudo armar- quizá con una sola excepción, que por fugaz no pesó mucho. ¿Podrá hacerlo el actual, de cuya formación he escuchado los mejores elogios? Puede ser, pero ya es hora de que lo haga notar… aunque nadie sabe si tendrá tiempo todavía. Debe intentarlo, de todos modos, antes de que sea como poner la carreta delante de los bueyes.