La voluntad humana

Un joven dios, en una cabina blindada: omnipotente y omnisciente –sabía todo de sí y de todos, resumido en su voluntad de acabar-; cumplía con libertad omnímoda para sí y para los demás la predestinación, el karma, la providencia, la gracia que, según distintas creencias, acompaña a cada uno. No aceptó para nadie margen alguno de libertad, no oyó los golpes de la justicia, a la puerta blindada: dispuso, en escarnio cruel, del destino propio y ajeno.

Antes de comprobar el horror, se estudiaron todas las posibilidades… Se debe de haber pensado que el peso del equipaje…, pero no; ni el peso de los pasajeros: ¡tantos eran jóvenes!; otros, artistas, pensadores, poetas –estos últimos pesan apenas-; profesores, turistas, negociantes, buena gente del común. ¿Encadenamiento de circunstancias inexplicables?, sí y no. Los estudios técnicos previos y posteriores mostraban que el avión, que el piloto, que el peso, que las alas, que el tren de aterrizaje, todo estaba como debía estar. Y todos volaban: unos de ida, otros de vuelta –para el caso, fue lo mismo ir que volver-; alguien, al entrar al avión, reflexionó, supersticiosamente: “hay bebés, no pasará nada, ellos tienen derecho a vivir” y esta idea tranquilizante, u otras, o ninguna, salvo la naturalidad de iniciar la ida o el regreso, les eximió o exhortó a poner atención a las instrucciones previas al vuelo. Cerraron los ojos durante el despegue, miraron hacia la tierra que se alejaba, soñaron: siguieron siendo, en fin.

¿A quién se le podía ocurrir que la locura, la soledad, la miseria interior de un dios sin benevolencia dispondrían, al unísono, de las vidas de tantos? El avión empezó a bajar: nadie pudo detener el choque. Los pasajeros se dieron cuenta del horror instantes antes del encuentro, que no lo fue con los suyos, sino hacia, con, contra la montaña. Murieron ‘instantáneamente’, triste consuelo para los que los perdieron. Más tarde, el mundo asistió consternado a la revelación de que un muchacho de veintisiete años, no sospechoso de terrorismo, lleno de porvenir, como alguien ingenuamente diría, hubiera decidido la muerte de todos.

La mala suerte de haber dependido de la flagrante, incontestable voluntad de morir del joven copiloto; la total imposibilidad de imaginar, de los demás, son las razones del desastre cuya esencia nunca se conocerá del todo. Fue la desgracia. Aunque no hay forma de evitar la compasión por los que se fueron y los que se quedan, y por el joven que tomó para sí, ¡con tanta indiferencia!, el papel de destino trágico de tantos; que, en espantoso acto de arrogancia, hizo el papel de Dios… De un joven dios, en una cabina blindada: que, omnipotente y omnisciente, cumplía con libertad omnímoda la predestinación, el karma, la providencia que, según distintas creencias, acompaña a cada uno, sin aceptar margen alguno de libertad para los demás;desoía los golpes de la justicia y disponía, en escarnio cruel, del destino ajeno y del propio.

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