Discípulo de Jesús, amante del evangelio y de su bienaventuranza, me duele que de forma un tanto simplista se acuse a las religiones de ser las causantes de todos los males y violencias de este mundo enfrentado y dividido.
Sin duda que la confrontación entre el mundo islámico y occidente ha contribuido a esta visión.
Pero, sinceramente, creo que la confrontación es más política y económica que religiosa.
La Iglesia católica ha sostenido desde hace muchos años una actitud de diálogo y de integración, de respeto y de tolerancia, no siempre fácil.
Quizá porque hace mucho tiempo que captó la necesidad de convivir con otros mundos religiosos, especialmente al amparo del Concilio Vaticano II.
El Concilio marcó la transición de la religión católica, que tuvo que aprender a cohabitar con las demás religiones y con el laicismo. Pero, ¿cómo convivir?
Ya antes de la Segunda Guerra Mundial empieza a aparecer con fuerza la palabra “diálogo” hasta llegar, en el Concilio, a una auténtica teología del dialogo.
Así, en los últimos decenios, la Iglesia se ha abierto al diálogo interreligioso, al ecumenismo y, ciertamente, ha multiplicado su presencia en todos aquellos foros mundiales que trabajan por el desarrollo y por la paz.
A lo largo del siglo XX, las religiones tomaron conciencia de que convivir entre diferentes es necesario: comprometerse, hablar, respetarse.
La cohabitación evoca la paz y, en este sentido, se interrogan las tradiciones.
Una clara identidad y honradez a la hora de vivir los valores del evangelio cristiano nos dará siempre una gran libertad a la hora de compartir esos valores proclamados.
Si, en este mundo globalizado y amenazado por guerras y conflictos de todo género, algún sentido tiene el diálogo es, precisamente, la búsqueda de la justicia, de la paz, de la integración entre no sólo las diversas religiones, sino también las diferentes identidades étnicas, distintos orígenes nacionales y sociales.
Los cristianos de buena fe tenemos que promover, fieles al evangelio de Jesús, este entendimiento, este sentido profundo de fraternidad y de equidad entre los hombres y los pueblos.
Comenzando, sin duda, por nuestra vida personal, familiar y social.
Es difícil sembrar la paz cuando nosotros no vivimos en paz.
En esta era de la globalización tenemos que apostar seriamente por que se expanda la sabiduría de la paz.
El principio es bien sencillo: “Debemos aprender a vivir juntos, como hermanos y hermanas o, simplemente, moriremos de forma miserable”.