Muchos de los dichos populares más frecuentes y famosos encierran una trampa o una paradoja: la evidencia y la comprobación, cuando los pensamos bien, cuando nos detenemos en ellos y les damos una mirada cuidadosa y una vuelta, de que sus palabras, dichas ahora con asombro y maravilla, dicen todo lo contrario de lo que creíamos decir con ellas de esa manera tan inconsciente, tan ingenua. Tan absurda, tan hermosa.
El que a mí más me ha intrigado siempre es el de conocer algo “tan bien como la palma de la mano”. Porque la verdad es que nadie se conoce la palma de la mano. Es quizás lo que menos conocemos de nosotros mismos, por suerte, aunque Gaspar de Aguilar insistiera con su audaz verso: “¿Por qué me dejas en calma, / Tú que eres hombre tan llano, / Que cuando entregas la mano, / Tienes el alma en la palma?”.
Quizás por eso también nos intriga y nos fascina (sí) nuestra propia imagen: la que nos devuelve el espejo todos los días, como el lago sobre cuyas aguas Narciso vio su cara reflejada y se enamoró de sí mismo. Pero no solo por narcisismo y vanidad, valga el juego de palabras, sino porque tal vez nada nos resulta más curioso y extraño y enigmático que nuestro propio rostro, nosotros mismos. Como si fuera la palma de la mano, y de alguna manera lo es.
Hace poco un amigo que es muy inteligente y muy lúcido me dijo con verdadera angustia que odiaba las selfies: esas fotos que ahora todos nos tomamos todo el tiempo, en cualquier lugar y a cualquier hora, para luego colgarlas en alguna parte como el testimonio más ingenuo de nuestro paso por el mundo, de lo que hacemos en él y con él. “Llegará el día -se lamentó mi amigo- en que de tanto hacernos fotos onanistas no nos podamos ni ver ante el espejo.” Ya son varios los maridos infieles o los mafiosos festivos e indiscretos o los políticos en ejercicio que han sido captados en flagrancia -nunca mejor dicho: “captados en flagrancia”, vidas mías- por ceder a la tentación de esa ‘foto de mano propia’ que les ha cambiado y arruinado la vida en un minuto. Muertos de la risa, mientras el mundo entero, su mundo, se les desploma atrás justo antes o después de que el teléfono haga clic. El mes pasado, en Brera (Italia), un pobre infeliz arruinó para siempre la pierna de una valiosa estatua del siglo XIX, copia de otra aún más antigua, delante de la cual posaba, caminando muy firme hacia atrás, para su inolvidable selfie. Un ruido estrepitoso sonó a su espalda, pero ya era demasiado tarde y en la foto apenas se alcanzan a ver las astillas volando. Era un sátiro ebrio; la estatua, digo.
A mí no me molestan del todo las selfies. Me he hecho varias, y una de mis zapatos que me encanta y que salió muy bien. Y hay una foto de 1920 que circula por Internet: cuatro viejitos parados en un puerto, viendo a su cámara, mientras otra los captura también en la distancia. ¡Sonrían! “Conócete a ti mismo” parecería ser la sentencia que define a nuestra época. Por lo menos en fotos.