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Estamos a menos de un mes de la llegada del papa Francisco. Un Papa lleno de gestos y de guiños, de palabras provocadoras, que nos ubican a todos ante las exigencias más hondas de nuestra condición humana y de nuestra fe cristiana. La defensa de la dignidad humana, la promoción de la ecología, su permanente clamor ante la indiferencia de los que ven cómo naufragan las vidas y los sueños de millares de migrantes, su rigor a la hora de defender a las víctimas de la pedofilia, la beatificación de monseñor Óscar Romero, su mediación incansable a favor de cualquier proceso de paz y de desarrollo,… nos recuerdan que no podemos vivir ajenos al dolor del hombre, ocupados solo de nosotros mismos y de nuestros intereses inmediatos.
Preocupados por la organización y la logística del encuentro, por la politización y el mal uso del viaje, por la curiosidad de saber si le tirará a algunito de las orejas, por el qué dirá o callará, puede que nos olvidemos de lo fundamental, más preocupados de las hojas que del rábano.
Un viaje apostólico es algo más que un viaje de Estado o una gira proselitista. Es algo que forma parte del ministerio petrino: estar cerca de las comunidades, de los creyentes que peregrinan en un espacio concreto, en este Ecuador que, culturalmente, se dice católico pero que, en tantos aspectos de la vida, está lejos (lejos y alejado) del evangelio.
Cierto que nuestro catolicismo tiene cosas maravillosas: la piedad popular, la devoción mariana, el sentimiento caritativo y solidario,… Pero, al mismo tiempo, conviviendo con una naturalidad pasmosa, están la violencia, la venganza, la corrupción, la inequidad, la indiferencia y el abandono de los pequeños, las mil rupturas esponsales y familiares, la conciencia vendida a los intereses de la política o del dinero… ¿Puede un creyente, una persona que ora y se santigua, poner al mismo tiempo una vela a Dios y otra al diablo?
El Papa viene a confirmar en la fe a los cristianos buenos y a los malos y a recordarles a todos que la fe no se puede separar de la vida, que entraña una coherencia, a veces dolorosa, pero siempre fecunda. Y no solo a los creyentes. Qué bueno que en medio de este pícaro mundo, tan necesitado de ética y de compasión, de paz y de entendimiento, de respeto y de integración, alguien tenga la autoridad moral suficiente como para decir una palabra veraz y profética.
A estas alturas de la historia nadie puede negar el valor de la ética laica, como tampoco la autonomía de la política, de la ciencia, de la cultura,… en definitiva, de la secularidad.
Pero nada de esto está reñido con una visión religiosa de contraste que ayude a trascender el propio límite y nos recuerde a todos la necesidad de compartir y de integrar el común anhelo de ser humanos. Ojalá que el viaje no sea un fuego de artificio, un disparo al aire que apenas incida en la vida personal y social de nuestro pueblo, necesitado como está de unidad y de equidad, de oxígeno democrático y de respeto a la diferencia.