En días en los que tal vez quisiéramos pensar solo en los sentimientos más tiernos, los afectos, la amistad y lo bueno de la vida, un hecho espeluznante en una escuela en Connecticut nos obliga a volver nuestras miradas hacia el lado oscuro de la vida, horrorizados, enmudecidos por la impresión.
Uno piensa primero en el insondable dolor de los padres y las madres cuyos hijos tiernos les fueron arrebatados.
¿Qué pudiéramos decirles si estuviéramos cerca? ¿Podrá haber consuelo para ellos, o vivirán el resto de sus vidas sumidos en terrible dolor? Uno piensa luego en los hermanitos y las hermanitas de los niños que murieron y en los traumas y las cicatrices que esta desgarradora experiencia inevitablemente les dejará.
Y luego viene la pregunta: ¿Por qué? No se conocen, y es posible que nunca se lleguen a conocerlos detalles acerca de los tenebrosos laberintos en los que llegó a perderse la desquiciada mente del asesino de Connecticut. Pero sí se conocen, en general, los orígenes de la violencia humana. El más reconocido estudioso del tema, el Doctor James Gilligan, Profesor de Siquiatría en el Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, quien dedicó gran parte de su vida profesional al estudio de la violencia patológica, concluyó, de sus largos y sistemáticos estudios, que el origen de esa violencia patológica radica, en lo esencial, en que la persona violenta sufrió masiva ausencia de afecto y de respeto, especialmente, aunque no únicamente, durante los primeros años de su vida. Comenta Gilligan que “cuando las personas se sienten lo suficientemente impotentes y humilladas (…) llegan a estar tan dominadas por la vergüenza que solo pueden preservar su propio ser, como entidad sicológica, por medio del sacrificio de su propio cuerpo o el de otra persona.” Reconocer esto no es justificar –no podrán nunca ser justificadas- acciones violentas y horrorosamente destructivas como las que acaban de estremecernos. Pero reconocerlo sí nos puede y nos debe llevar a reflexionar sobre cómo contribuimos a generar violencia en los niños y jóvenes a nuestro alrededor con nuestras faltas de respeto y de atención, nuestro descuido, nuestra falta de control sobre nuestras emociones y reacciones violentas, nuestra ira, nuestras palabras hirientes, nuestros golpes físicos y emocionales, nuestras insensibilidad antes sus dolores, nuestra falta de atención a sus necesidades emocionales, que a veces son tan sencillas como el deseo de que se les escuche.
No es que ese horror ocurrió en Connecticut, y no tiene nada que ver con nosotros: al contrario, ocurre entre nosotros, en menor escala o de manera más disimulada, tal vez, pero ocurre. Vivimos en una sociedad violenta, y ante esto reaccionamos mucho, planteamos castigos más severos, pero pensamos poco en cómo prevenir.