El hombre desde que tiene conciencia de su ser empieza a temer a la muerte, y en esa carrera contra el tiempo que es la existencia, aflora su instinto de conservación para llegar a la meta lo más tarde posible. El escritor y pensador Jorge Luis Borges decía: “La muerte es una vida vivida y la vida es una muerte que viene”.
Salvo el caso de los suicidas que, en el punto más oscuro (o en el más claro según distintas opiniones) suspenden el proceso natural de sus vidas, los demás nos proponemos extenderla durante el mayor tiempo posible, incluso a costa de una existencia de postración y sufrimiento. Sin embargo, a pesar de que intentamos evadirla y alejarla, la muerte, desde siempre, se ha convertido en una obsesión del ser humano.
El escritor y filósofo Ernesto Sábato a propósito de esta manía que tenemos con la muerte opinaba: “Las religiones son algo así como sueños metafísicos y, por lo tanto, revelan las ansiedades más hondas del ser humano.
Del hecho de que las religiones prometen la vida de ultratumba debemos inferir, pues, que la obsesión de la muerte es la más profunda”.
En efecto, la mayor fijación de la vida humana es la muerte. De hecho, desde la concepción misma, nuestra existencia está en permanente equilibrio y, de modo general, nos desplazamos con demasiadas precauciones sobre una cuerda trémula que ha sido tendida entre el útero materno y el abismo final.
Pero entonces deberíamos preguntarnos, ¿cuándo nos dedicamos a vivir a plenitud sin pensar en la muerte?
La respuesta, aunque suene contradictoria, la podemos encontrar en los propios rostros que nos enseña la muerte de tiempo en tiempo para alertarnos de su presencia: en las imágenes de las víctimas de las guerras que nos oprimen el corazón; o en el desconsuelo de los familiares de los pasajeros de un avión que fue abatido por un misil asesino; o en el rostro famélico de un niño que desfallece de hambre en este mismo instante… Aquellas desgracias, cuando nos son lejanas, deberían alentarnos a continuar el camino tratando de ser felices el mayor tiempo posible, y no convertirse en esa obsesión que nos aleja de las cosas buenas de la vida.
Debemos aprender a respetar a la muerte y aceptar la cita futura con ella sin dejar de reír cuando merece la pena hacerlo, sin dejar de amar cuando lo necesitemos, sin dejar de compartir con los amigos y la familia cuando sea posible hacerlo, sin dejar de observar a los que tienen experiencia, sin dejar de aprender de los que saben más que nosotros, sin dejar de leer un buen libro, de cantar a viva voz o de entusiasmarnos con una melodía, pues como dijo alguna vez Ernesto Sábato: “La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse”.
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