Si hay algo que admiro en los pilotos es su notable personalidad, seguridad y templanza. Dicen que es una de las profesiones más estresantes, que no permite fallas ni titubeos, es el constante devenir entre la vida y la muerte. Volar, desde los tiempos mitológicos de Ícaro, ha sido un permanente desafío a la muerte.
Siempre me ha parecido terrible el cruce del océano Atlántico, larguísimo pese a que en la actualidad y gracias a la tecnología se alcanzan velocidades de entre 600 y 800 kilómetros por hora. El tiempo entre América y Europa ha disminuido considerablemente.
Desde que la aviación logró conectar a los continentes, muchos aviones cayeron al océano, no hay ninguna posibilidad de que alguien pueda sobrevivir. No hay islas o plataformas que permitan a un avión aterrizar de emergencia, si es que se detecta alguna falla técnica. Al contrario, volar en trechos cortos, entre países europeos o americanos, representa menos peligro porque cuando se presenta una emergencia se aterriza en un aeropuerto alterno de otro país y problema superado.
El vuelo de un Airbus A-330 de Air France, que el 31 de mayo del 2009 partió de Río de Janeiro con destino a París, se cayó en medio del Atlántico y dejó un saldo de 228 personas muertas. En apenas tres minutos y 30 segundos, la nave cayó al mar aparatosamente desde 38 000 pies y recién la semana pasada se comenzó a aclarar el misterio que rodeó a ese accidente.
Como ocurre con casi todos los vuelos, el Airbus enfrentó una turbulencia que no fue la más fuerte ni tampoco parecía difícil de superar. Muchas hipótesis fueron planteadas durante la investigación. Desde una que sostiene que los pilotos, en vez de dar un giro y rodear a la turbulencia, prefirieron seguir en línea recta para ganar tiempo.
Hasta otra que parece ser la más trágica, de acuerdo con el organismo francés que estudió las cajas negras de la aeronave. Es evidente que los sensores de la velocidad del avión sufrieron un desperfecto técnico, el hielo congeló algunas piezas y se desactivó el piloto automático.Todas las velocidades registradas se volvieron inválidas.
Mientras esto ocurría, el capitán de la nave descansaba fuera de la cabina de mando y los dos copilotos tomaron decisiones fatales. La más grave fue que, al percibir que el avión perdía velocidad, optaron por elevar la nariz. Tras esa maniobra, la nave no solo que perdió más velocidad, también se quedó sin sustentación.
Eso causó, según las investigaciones, que la aeronave se precipite al mar vertiginosamente y se destruya por completo al chocar con el agua. El piloto pudo tardar un minuto y medio entre despertarse y entrar a la cabina para intentar retomar los comandos. Ya era demasiado tarde, los copilotos se habían encargado de hacer que todo salga mal y que la historia registre otra fatal tragedia.