Cuando niño me gustaba el boxeo. En realidad, lo que me gustaba era ver a Muhammad Ali. Con expectativa esperaba las trasmisiones, un espectáculo que me mantenía fascinado frente al televisor.
En el combate se movía con rapidez, bailaba en el ring, “flotaba como una mariposa” y de pronto lanzaba un golpe rápido, fulminante, mientras esquivaba golpes con increíbles fintas de cintura.
Al perder su agilidad y velocidad cambió de estilo, empezó a usar el “rope a dope”: se pegaba a las cuerdas y dejaba que el contrincante le golpee anticipando la dirección de los golpes, así reducía su efecto. Cansado su contendor, lanzaba un fulminante contraataque.
Se retiró Ali, crecí y dejé de ver boxeo, aunque siempre me ha parecido, pese a sonar a un lugar común, una metáfora de la vida -y ahora- de ciertas prácticas políticas de nuestro gobernante, parecidas a los entrenamientos de un boxeador.
Los sábados sube a un ring imaginario, boxea contra la sombra. Lanza golpes y esquiva hábilmente los ataques imaginarios de sus contrincantes. Responde con gran agilidad mental, a un contendor que no puede causarle daño. Siempre sabe por dónde viene el golpe y responde sin dudar. Un público maravillado, atónito por tanta destreza y contundencia, festeja al gran peleador.
Algunas semanas añade unos encuentros con esparring voluntarios. Periodistas locales le “lanzan” unas cuantas preguntas y reciben a cambio un trato condescendiente. No es tan feroz, incluso llega a ser compasivo al responder a un ataque no previsto o incómodo, pero como siempre hace alarde de su estilo, aunque un poco repetitivo, eficaz.
Ocasionalmente se presenta un esparring contratado del extranjero; en algo se eleva el nivel del aparente combate. Como siempre el campeón reinante se muestra preparado, ensaya unos cuantos movimientos de cintura, esquiva algunos golpes de alguien que no puede o no quiere someterle a un combate verdadero. Esta forma de actuar encandila a sus seguidores, su equipo de comunicación lo aprovecha al máximo, sin preocuparse del profundo impacto en el debate de temas de interés público. No se puede contrastar la información, por el contrario se priva a los ciudadanos de que asuntos de trascendencia sean tratados en su complejidad y diversidad de enfoques.
Los acusados, atacados, agredidos están imposibilitados de defenderse en igualdad de condiciones; se empobrece la discusión, algo incompatible con un debate auténtico en una sociedad democrática, situación contradictoria con las normas constitucionales que el oficialismo invoca, de forma permanente, para atacar a críticos del régimen, periodistas y opositores.
La última idea, para seguir con la simulación del debate público, es crear una función estatal a cargo de la comunicación ¿tiempo de verdades oficiales? Una aterradora visión orwelliana del control.