La agitación política y social impulsó a Italia hacia una crisis que no debería sorprender a nadie. Lo único incierto era el momento exacto en que haría eclosión. El momento llegó.
El PIB per cápita de Italia en 2018 es de alrededor de 8% inferior al nivel de 2007, el año antes de la crisis financiera global y el inicio de la Gran Recesión. Y las proyecciones del Fondo Monetario Internacional para 2023 indican que en aquel año Italia todavía no habrá compensado totalmente la pérdida acumulada de producción de la década que pasó.
Entre las once economías avanzadas que tuvieron crisis financieras graves entre 2007 y 2009, sólo Grecia padeció una depresión más profunda y prolongada. Grecia e Italia eran las dos economías con mayor carga de deuda al comienzo de la crisis (109% y 102% del PIB), por lo que estaban mal preparadas para enfrentar perturbaciones adversas importantes. Desde el estallido de la crisis hace diez años, el estancamiento económico y costosas debilidades del sistema bancario agravaron el endeudamiento, pese a una década de tipos de interés excepcionalmente bajos.
Grecia ya enfrentó más de un “evento crediticio”, y aunque Italia ya tuvo un par de encuentros cercanos con el peligro, la primavera italiana de 2018 está resultando el episodio más tumultuoso hasta ahora. Es probable que el verano sea peor y deje a Italia más cerca de una crisis de deuda soberana.
En las apariencias, la deuda pública general parece haberse estabilizado desde 2013 en cerca del 130% del PIB. Pero esta “estabilidad” es engañosa. La deuda pública general no lo dice todo sobre Italia (incluso dejando a un lado las deudas privadas y otro incremento reciente de los préstamos bancarios morosos, difícil herencia de la crisis financiera).
Al evaluar el riesgo soberano de Italia, a la deuda pública general hay que sumarle la deuda del banco central. Los últimos datos disponibles (hasta marzo) muestran que esos saldos agregan un 26% al cociente deuda pública/PIB. Muchos inversores están deshaciéndose de activos italianos, y la fuga de capitales que indican los datos más recientes aparecerá inevitablemente como un agujero todavía más grande. Es una deuda que, a diferencia de la deuda italiana anterior a la adopción del euro en 1999, no se puede diluir con inflación. En tal sentido, se parece a las deudas denominadas en dólares de los mercados emergentes: o se devuelve o se reestructura.
Una grave incertidumbre en un contexto de crecimiento crónicamente lento y deuda soberana en torno del 160% del PIB alcanza para activar una crisis de deuda. A esto se le suma la retórica populista que, con propuestas de introducir una cuasimoneda o pagarés de pequeña denominación (probablemente para financiar ambiciosos planes de gasto y un déficit fiscal mayor) y no honrar la deuda del Banco de Italia, echa más leña al fuego.