Los extremos nunca conducen a resultados positivos y menos de largo plazo. Chocan con obstáculos que los revierten. El todo o nada, el amigo o enemigo, el conmigo o contra mí producen siempre reacciones que liquidan lo circunstancialmente alcanzado. Si esto es cierto en la conducta personal, es indiscutible en la pública. Lo que pasa en Venezuela es el mejor ejemplo.
Un país envuelto en un proceso extremo de años, en el cual se desconocen principios básicos de convivencia y de funcionamiento de la sociedad y la economía, no puede terminar sino del modo en que está terminando: en un enfrentamiento irracional que puede desembocar en cualquier cosa, violencia incontrolable incluida.
La herencia del coronel Chávez empezó a dar sus peores frutos antes de que él falleciera y se descontroló con su muerte. Años de manejo irracional de la economía, despilfarro y desbarajuste de la producción interna explotaron, como no podía ser de otra manera, cuando cayeron los precios del petróleo, en cuya bonanza se fundamentó la política social y económica, sin previsión alguna, como aconsejan la prudencia y el más elemental sentido común.
Años de intolerancia y exclusión provocaron que en la elección en que se eligió presidente a Maduro –que es menos tonto de lo que aparenta- se haya polarizado ya la votación, con fortalecimiento de la oposición, relegada durante tantos años. Y en diciembre pasado, el pueblo venezolano propinó al Gobierno una derrota aplastante que no termina de asimilar.
Pero si el Gobierno no asimila la derrota, y la oposición no asimila la victoria con lucidez y tolerancia, y hacen, o intentan hacer lo mismo que ha hecho el régimen chavista en estos años, la crisis no tendrá solución. Si no se respeta la institucionalidad, sin abusar, tomando en cuenta que un porcentaje de la población votó por otros que no son ellos, sin cometer los mismos abusos y errores que acabaron hartando a la gente, el caos será total.
No es un buen comienzo anunciar que se prepara la sustitución del presidente Maduro, por méritos que haya hecho para ello. Eso obliga a quienes han detentado el poder total y que mantienen un alto porcentaje del mismo, a defenderse con las uñas, como lo están haciendo. A buscar maneras de evitar que los eliminen. Con toda la arbitrariedad y abuso de que han demostrado ser capaces. Y así Venezuela no llegará a ninguna parte.
Las contundentes victorias electorales obnubilan a sus beneficiarios. Les hacen perder la idea de las proporciones y se prescinde de la sensatez elemental que se necesita para gobernar.
Si el populismo llevado a su máxima expresión ha caracterizado al Gobierno chavista, la racionalidad y las miras de largo plazo, que no pueden pasar por el propósito elemental de eliminar a los rivales ahora derrotados, que no escatimarán acción alguna para evitarlo, deben ser el norte que evite el descalabro total.
Columnista invitado