Posiblemente, con el ex presidente Bush, Venezuela debió estar a un paso de ser invadida. Menos mal que al hijo tonto se le vio desconcertado y llegó a la Presidencia Barack Obama, con quien las corporaciones ya no tenían acceso al Pentágono como para armar una farsa colosal como la que justificó la invasión a Iraq. Debió llegarse a un acuerdo ‘civilizado’: la no intervención a cambio de la seguridad de que el petróleo venezolano continuaría alimentando la voracidad energética imparable de la industria norteamericana. Se diera o no aquel acuerdo, sobre el régimen del comandante Chávez pendía la espada de Damocles. Contar con unas FF.AA. que al menos resistieran unos días, hasta tanto los pozos de petróleo fueran cegados, debió ser una política de Estado. Fueron millones de millones de petrodólares los que se invirtieron con tal propósito.
Merma altamente significativa para los programas de desarrollo, en un país que pese a más de 50 años de haberse iniciado su era petrolera carecía de infraestructura y ni se diga de instituciones relativamente sólidas. Conocí de primera mano la historia del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), cuya creación se debió al empeño de un ilustre científico venezolano que logró despertar el entusiasmo del dictador de turno. La inversión fue enorme. Para cuando el IVIC inició sus operaciones, incluida una central nuclear, el 90 o más por ciento de los científicos eran extranjeros contratados a precio de oro. Publicaciones de muy buen nivel comenzaron a llegar a la comunidad científica internacional procedentes de Venezuela. El festín del petróleo, imparable, pantagruelino. Los fondos destinados al IVIC comenzaron a disminuir. Los científicos contratados salieron en estampida. Un sueño, como tantos en Latinoamérica, inició su ocaso. Ejemplos sobran.
De agroindustria, no hablemos, por inexistente, pese al diluvio de petrodólares por más de medio siglo. Hasta lechugas y frutas llegaban de la Florida y California. Fue una época de oro para las corporaciones que procesaban en el exterior el petróleo venezolano. Ni qué decir tiene que los nativos, con excepciones admirables como Pedro Torres y Mario Briceño Iragorri, militares y civiles ‘demócratas’ amasaban fortunas colosales. Conocí el caso, debieron ser numerosos, de un joven venezolano que por influencias de su Embajada fue admitido en el Colegio Mayor Ntra. Sra. de Guadalupe de Madrid donde yo residía. No dio golpe en cuanto a estudiar. Recibía mil dólares de mesada, cantidad astronómica en ese entonces, como que ni el sueldo de un Ministro de Franco llegaba a tanto. Un día nos sorprendió con un Mercedes-Benz, modelo de tope, importado, en cuyas manillas se hallaban gravadas las iniciales de aquel hijo afortunado: obsequio navideño de su padre.