¿Por qué escandaliza este título a no pocos lectores? ¿Por qué cierto íntimo pudor me prohíbe mantenerlo, y dudo, y lo quito, y lo vuelvo a poner, cuando forma parte de una oración muy bella, consoladora y suave, en la cual se pedía ‘enciende en nuestros corazones la llama de tu amor’? ¿Qué mejor que aspirar a llenarnos de amor por todos y por todo cuanto existe? Ya no es tiempo de rezar, o no es tiempo de reflexionar con los demás sobre nuestra necesidad de oración. Apenas creemos, y si creemos en algo distinto a lo evidente, en algo que no vemos, no hemos de confesarlo. Más bien, muy sofisticamente, con elegante escepticismo, diremos no saber si creemos o no; si la fe de nuestra infancia y nuestra adolescencia ha sido trastornada por el realismo craso en que vivimos; si ya no podemos pronunciar la palabra ‘alma’ sin un ápice de vergüenza, como si, al pronunciarla, renunciáramos a pertenecer a este hoy en el que todo ha de ser palpable, o no ha de ser…, ¿para qué hablar de lo que no podemos probar, de lo que apenas intuido, desechamos, avergonzados? Y sin embargo, aunque aceptemos los equívocos de una fe manipulada y manipuladora; si no convenimos, por ejemplo, en el puesto que la mujer ocupa en la iglesia -en las iglesias-; si nos aterra la torpe humanidad de tantos curas pederastas y la actitud de ocultamiento secular de una iglesia que proclama ser ‘el cuerpo de Cristo’, mientras lo niegan los actos de tantos de sus miembros, es consolador que Juan Pablo II haya aceptado que el infierno y el cielo no son ‘lugares’ de sufrimiento o gozo, sino estados del alma. ¿Estados anímicos de aquí o de allá? ¿Del tiempo o de la eternidad? Lo innegable es que Cristo es un modelo sin par: vivió tres años de ‘vida pública’ y nos dejó una palabra perdurable. Todos convendrán conmigo en que es una palabra que dura aún… Y si el infierno es la ausencia de Dios y el cielo, su compañía, ¿no será este mundo que vivimos hoy, el mismísimo infierno, y la bondad, ese resto de amor y belleza que aún existe en algunos seres humanos, el cielo que añoramos y esperamos? ¡Quién pudiera saberlo! Lo cierto es que rogar cuando nos acosa la pena o nos invade la alegría; pedir amor para el corazón no puede hacernos daño, como sí nos daña la total soledad de un consumismo obeso, de una esperanza radicada en lo inmediato y burdamente material.
Quede este título como un recuerdo de otros tiempos, o de un tiempo que, a pesar de nosotros mismos, permanece en el corazón, y a Dios, -como sencilla y sabiamente se despedían los humanos en antiguos tiempos, hasta que ese a Dios se fundió en una palabra que, en el Ecuador, nos despide para una larga ausencia y en otros lugares es un chao pasajero, que ha perdido sentido. A Dios, y volveremos…, tal vez.