Los valores, ¿una ficción?

Tema recurrente en la política, en la cátedra y en el Derecho y sus doctrinas ha sido la de los valores, esos referentes que guían a las sociedades, productos de la cultura y signos de civilización, esos pilares de la ética que racionalizan y ennoblecen la vida. Y, en el extremo de la retórica, aquello por lo que valdría la pena morir.

La Constitución de 2008, se dijo a su tiempo, estaría inspirada en la primacía de los valores. El “neoconstitucionalismo” que presuntamente la inspiró, sería, al decir de sus cultores, el decantado de los principios, el último y más refinado producto de la ética pública y el remedio definitivo a los males de la política.

Todo lo demás, quedaría como rezago del pasado y del perverso modo de ser hijo del pragmatismo, del maquiavelismo y los demás ismos. Algunos pensaron que habría llegado el tiempo de la plenitud de los valores, la panacea de los males y el anuncio de nuevas auroras. Habríamos estado, pues, a punto de inaugurar el reinado la justicia, la equidad y la tolerancia.

Sin embargo, el transcurso del tiempo de vigencia de la Constitución ha confirmado lo que yo me temía allá por el 2007, cuando estaba en apogeo la ilusión del garantismo: que el pragmatismo impera desde siempre; que la realidad no es la poesía que algunos escribieron y describieron en Montecristi; que las necesidades y las urgencias del poder prevalecerán sobre las nostalgias de un mundo mejor.

Más allá de la coyuntura, el tema de fondo -el de verdad importante- es que los valores, su vigencia, su capacidad de formar conductas y de construir sociedades, su posibilidad de trascender, no depende del texto legal, ni del poema constitucional.

Depende de que ellos, efectivamente, nazcan, prosperen e imperen en la gente, en su corazón y en cada familia. Depende de que el común de los mortales crea en ellos, y que haga de ellos un referente concreto en cada gesto de su vida.

Depende de que sean parte de la intimidad, del patrimonio moral de cada cual. Por eso, lo de los valores -y todo lo de la ética- es tarea a cargo de la sociedad y no del Estado.

Pregunto, entonces: ¿la democracia es, en verdad, un valor social, o es un acto electoral? ¿Somos tolerantes, creemos en los derechos y los respetamos, militamos por la justicia? ¿La ley sirve más allá del alegato, es un referente? ¿Creemos en la norma, o calculamos sobre la norma?

Me temo que los valores no pasen de ser algo así como el concepto abstracto que el profesor explica mal en clase. Me temo que nuestras creencias son demasiado precarias. Me temo, en fin, que desde el reino de la ilusión habrá que volver a aterrizar en la árida realidad. Y que habrá que asumir que valores y principios son tarea a cargo nuestro, intransferible, irrevocable.

Suplementos digitales