Durante las vacaciones de fin de año tenemos todos la oportunidad de conversar con amigos y conocidos en círculos más amplios que los usuales. Comparto reflexiones sobre algunas de mis conversaciones.
En un grupo se comentaba la nueva propiedad que hace poco había adquirido un alto funcionario de una empresa estatal, quien hace años, decían, no tenía donde caerse muerto. ¿Cómo hizo tanto dinero?, pregunté. Obvio, me respondieron, insinuando que la sola pregunta comprueba mi torpe ingenuidad: en esa empresa estatal se manejan contratos millonarios.
Otra persona contaba que lo mejor que le había ocurrido en el año que recién pasó fue el descubrimiento de un contrabandista de whisky que le vende Chivas Regal a menos de la mitad del precio al que se vende en empresas de comercio lícito. Por ahí también oí la historia del constructor que había rechazado un contrato municipal en una ciudad de provincia porque no era suficiente el dinero que le habría quedado después de pagar las coimas que le pedían. Y todos estos relatos venían acompañados de la idea, palabras más, palabras menos, de que “Así es. Eso no puede cambiar.” Es asombroso darse cuenta de cuán aceptable resulta lo inaceptable. Más aun cuando en las mismas conversaciones surgen, luego, quejas amargas acerca de la corrupción: acá, en Venezuela, en Petrobras, en la FIFA …
Me niego, y somos algunos los que nos negamos, a aceptar que así es, y que nada podemos hacer al respecto.
Pero surge de inmediato un nuevo problema: cuando logramos plantear, y alguien llega a aceptar, que algo debemos y podemos hacer, la propuesta que más oímos es la de “enseñar valores”. Como si fuese suficiente enseñar a los niños y jóvenes a memorizar, y a repetir, una lista de mandamientos, valores y virtudes.
Claro que es necesario enseñarles el contenido de los valores y las virtudes. Pero no es suficiente. Los valores no inciden en el comportamiento de las personas cuando son solo ideas que luego son repetidas de paporreta. Inciden cuando esas personas reflexionan sobre por qué son importantes esos valores, los adoptan conscientemente, y actúan o dejan de actuar y frenan sus impulsos, por convicción.
Y en este punto surge el desafío de la educación liberal, aquella que no busca infundir en el estudiante el modo en que debe pensar, sino más bien busca estimularle a crecer tanto intelectual como emocionalmente hasta donde se vuelve capaz de la reflexión, la convicción, y el comportamiento auto-gobernado y moral. Hasta donde no acepta lo inaceptable. Hasta donde busca cambiar lo que otros dicen que no podemos cambiar.
La educación tradicional genera gente sumisa que obedece valores sociales por miedo. La educación liberal genera gente pensante y madura, que vive, por convicción, de acuerdo con valores sociales constructivos.