Desde hace mucho tiempo, el presente recibió la condena de pensadores y poetas. El tiempo de los mitos fue situado en un pasado muy remoto que parecía ajeno al fluir de los tiempos reales. En ese pasado, que para los hebreos fue el Edén y para los griegos la Edad de Oro de los héroes, pudieron encontrar su lugar todas las perfecciones y la suma felicidad, perdidas sin embargo por la Caída o la degeneración.
Esa atadura al pasado, que parecía irreversible y hablaba con la voz de la nostalgia, encontró su final en los Tiempos Modernos. El lugar de la perfección y la felicidad fue entonces trasladado al futuro en nombre del Conocimiento y el Progreso, entronizados como las nuevas deidades de un mundo que había pretendido evadirse del dominio de los dioses. La historia empezó a verse como una marcha unilineal y ascendente que no podía terminar, aunque terminó sin remedio cuando empezaron a tronar los cañones de 1914, para apagarse solamente, y muy a medias, en 1945.
La edad de la perfección cambió nuevamente de lugar y se instaló en el presente, mientras la felicidad buscó su refugio más seguro en el instante. La fugacidad de la vida se impuso sin posible apelación y lo efímero triunfó en nombre del hedonismo, cuyos ecos llegan todavía a los países sumidos en el “subdesarrollo”, como ha denominado a nuestro mundo la lógica simplista del capitalismo.Pero tenemos ya muchas razones para dudar de la perfección de nuestro presente. Si nuestro pasado fue de humillación, nuestro futuro es de incertidumbre. Los referentes que nos sirvieron en nuestra juventud para trazar la cartografía de las ideas han desaparecido ya y las palabras han empezado a perder su sentido. Palabras como democracia, justicia, derecho, alternancia, respeto, pueblo, libertad, e incluso desarrollo (que es palabra engañosa mientras no exprese quién es su verdadero sujeto), han perdido de pronto su valor y con ellas es posible componer bellos discursos cuya única función es encubrir la realidad.
Nada puede extrañarnos entonces si en el Ecuador escuchamos ya a todas las voces hablando de unidad, mientras cada cual esconde secretas intenciones. La fantasía y la ilusión ocupan el lugar que corresponde a las previsiones, y nos ofrecen el abalorio de perspectivas improbables. Oscilando ahora entre un pasado imaginario y un futuro hipotético, las palabras exhiben ya el vaciamiento de todo su sentido. La política se ha agotado y la vida busca refugio en otros territorios: para crearse a sí misma necesita inventar nuevos lenguajes.
Muchos creen, no obstante, que por nuestra afición privilegiada a hablar de las novedades políticas pertenecemos a una sociedad politizada en alto grado. Se trata de un espejismo solamente: cuando tenemos que elegir, nos sumamos a la mayoría con la misma comodidad con la que solemos aceptar lo que las pantallas nos ofrecen sin consultar nuestra opinión. Pasivos, contemplamos el vaciamiento del mundo pero nos preparamos entusiastas para la próxima fiesta.
Alguien dijo alguna vez que cada pueblo tiene el destino que merece.