Buscando temas menos políticos voy y me topo con el más importante de todos. El más peliagudo, el que nos pone a temblar y que tratamos de eludir o postergar mágicamente: la muerte. Si fuéramos inmortales no necesitaríamos de dioses ni religiones, dice el filósofo Fernando Savater. Como no lo somos, estamos obligados a procesar de alguna manera ese gran enigma; por ejemplo, naturalizándolo como los pueblos aborígenes que veían un ‘continuum’ vida-muerte. O volviéndolo apocalíptico como el catolicismo, con purgatorios e infiernos por los siglos de los siglos.
A fin de cuentas ¿qué diablos es la muerte, que nos preocupa tanto? Seis siglos hace que Manrique lo puso claro como el agua: Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ ¿qué es el morir? La muerte es el fin del yo, de la identidad personal alojada en un armatoste de tejidos engañosos. Por el pavor a desaparecer, a dejar de ser para siempre, los humanos hemos creado las más fantásticas explicaciones del más allá. Las religiones y el mundo de los espíritus buscan prolongar la identidad porque no nos resignamos a disolvernos en la naturaleza. Como si fuéramos tan importantes. Borges, un autor leído por el flamante Papa, decía que el cielo y el infierno son invenciones desmesuradas, que los hombres no nos merecemos tanto. Ese toque de ironía socava la arquitectura que las iglesias han preservado con tanto ahínco. Sin el premio de un paraíso poblado de huríes los operadores yihadistas del terror la tendrían difícil para encontrar jóvenes musulmanes suicidas.
Pero supongamos que sí, que nuestra identidad espiritual sobrevive de algún modo a la muerte. Pregunto: ¿habrá peor castigo que seguir siendo el mismo por toda la eternidad, una eternidad sin prebendas ni tarjetas de crédito? Frente a ello la reencarnación es una sabia alternativa: empezar de cero y sin memoria.
Años atrás, por Finados, una periodista me preguntaba cómo prepararse para morir. Respondí que no sería mala idea tomar una droga alucinógena como lo hice en mis años de universitario, cuando dejé de ser yo e ingresé en éxtasis a ese túnel de luz que han visto los místicos y los clínicamente muertos que han vuelto del otro lado. Ahí le pierdes el miedo al asunto, añadí, sientes que te reincorporas a ese magma de energía que unos llaman Dios, otros la Pachamama o el mar. Si eso existe solo en tu imaginación, o fuera de tu cerebro, es intrascendente, en el sentido de que el universo nace y muere contigo como lo afirmaba otro argentino, Macedonio Fernández: “El Universo y Realidad y yo nacimos el 1 de junio de 1874”. Y desaparecieron juntos en 1952.
Ya lo explicó el griego: mientras existo no está presente la muerte; y cuando ella está, yo ya no estoy. Pero la razón no logra aplacar el hondo anhelo. Y seguimos temiendo a lo desconocido.