El arribo a la era moderna está marcado por la inusitada dinámica que adquieren los procesos históricos. El motor de la modernidad ha sido, en parte, el surgimiento de la utopía revolucionaria. De la rebelión metafísica de los filósofos de la Ilustración se pasó a la rebelión histórica. La rebelión surge cuando el ser humano, en nombre de principios de libertad y justicia, se levanta contra la opresión y el caos que encuentra en el mundo que le rodea. El rebelde es aquel que se pregunta ¿por qué el abuso, la arbitrariedad, la intolerancia, la tiranía? ¿Por qué? Toda rebelión nace de principios humanistas; busca cambiar el mundo por otro más justo y humano.
Cuando la rebelión se radicaliza se convierte en revolución. Ello ocurre el día que se aleja de sus fuentes humanistas y se convierte en facticidad histórica, alcanza el poder y se erige en destino de una colectividad. Enarbola la utopía de la igualdad, paraíso factible solo al final de la historia. Hasta tanto (y según el marxismo, ese “opio de los intelectuales” del que habló Aron) las generaciones presentes deberán sufrir restricciones en beneficio de una humanidad futura. No ha habido revolución sin dogma, partido, eslogan, bandera y camarilla de incondicionales. Su proyecto: el Estado totalitario; sus métodos: adoctrinar el nuevo credo, convencer a la masa, acallar al disidente. El sótano del conspirador pronto se convierte en la cámara del inquisidor.
El objeto de la acción política ya no es el bienestar del individuo ni el respeto a las libertades sino la grandeza del Estado, la gloria del partido, la permanencia de un régimen, el endiosamiento de un caudillo y su continuidad en el tiempo. Históricamente, toda revolución ha negado, en la práctica, los principios humanistas de los que surgió un día.
Dice Albert Camus que la fecha exacta en la que, por primera vez, la rebelión degeneró en revolución fue el 21 de enero de 1793 cuando se condenó a Dios al cadalso en la persona de quien decía era su representante, el rey. La revolución, como fatídico signo que marca al mundo moderno, había hecho su aparecimiento. Y lo hizo con sus tribunales de conciencia, sus verdugos, sus cadalsos, sus paredones, sus gulags y campos de exterminio. Si el siglo XVIII conoció sus regicidas, el XIX tuvo sus deicidas y el XX sus genocidas: Hitler, Stalin, Mao y la parda dictadura de sus policías y burócratas.
El significado humanista que inicialmente tuvo la rebelión fue tergiversado (sostiene Camus) por la filosofía alemana. Hegel se esforzó por llevar el proceso dinámico de la rebelión hacia el lado político de la historia. Ya no importa el individuo sino la entelequia abstracta del Estado. Poco después, Marx (otro alemán) no hizo sino sacar las consecuencias: la rebelión se convierte en determinismo histórico al que no le falta profetismo al pensar que el resultado final será la igualdad de todos los hombres. Marx olvidaba algo fundamental: la libertad sin la cual el ser humano pierde su esencia.
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