Difuso, vago e impreciso, el concepto de patria es fundamental para los intereses del proyecto político en boga. La idea de la patria es una concepción multiuso y talla única. Un símbolo bueno y útil para todas las ocasiones, una especie de comodín ideológico. En nombre de la patria se intenta justificar lo injustificable, explicar lo inexplicable, aplicar lo inaplicable.
Argumentar a favor de la patria ayuda a implementar con eficacia la política de la división, el viejo y clásico divide y reinarás. Los que detentan el poder son, por definición, patriotas, depositarios irrevocables de la voluntad popular, ejecutores irrefutables de los sagrados designios del pueblo (de los pueblos), semidioses que han bajado del cielo para llevarnos por los caminos de lo correcto, por los derroteros de lo indiscutible, de lo infalible. Ser dueño y señor de la patria, ser patriota confiere algo más –mucho más- que una patente de corso: la titularidad de la verdad única, la propiedad sobre la piedra filosofal y el destino de todos los mortales. Los antipatrias, los traidores a la patria al final del día, son los otros: los que se niegan a agachar la cabeza, los que no se unen al festival de genuflexiones, los que no se suben a la camioneta. En fin, los parias, los excluidos y los relegados por la historia de una sola vía.
Alegar propiedad sobre la patria también resulta muy conveniente a la hora de lavarnos el cerebro con el canturreo de la refundación de los países. Tenemos la suerte de vivir la hora de los salvadores todopoderosos, los tiempos de las deidades terrenas, de los enviados divinos, que nos defenderán de las garras tenebrosas de los imperios, que refundarán el país después de siglos y siglos de opresión, que crearán para nosotros un nuevo destino de las cenizas de la plutocracia, de la partidocracia, y de todas las tétricas cracias que a los lectores se les pudieran ocurrir.
La idea de la patria también pavimenta a la perfección las superautopistas de seis carriles del nacionalismo exagerado y del espléndido aislamiento. Ser patriota, por supuesto, implica ignorar y menospreciar todo lo extranjero, todo lo que pueda oler o implicar el más mínimo presunción de internacionalismo o mundialización. La patria no conoce ni quiere conocer nada allende sus límites territoriales, niega la existencia de todo lo foráneo, cierra las fronteras con cadena y candado, eleva los aranceles hasta los confines de la estratósfera. A la patria no le interesan las ideas generadas allá afuera, le tienen sin cuidado las nuevas tendencias del arte o de la literatura, prefiere siempre lo nuestro, opta por la vieja y conocida parroquia frente a la gran ciudad contemporánea, pone énfasis en lo municipal y espeso en vez de apostar por el cosmopolitanismo.