Cuba proclamó ante el mundo que la utopía era posible. Le creímos cuando los barbudos de Sierra Maestra entraron en La Habana; le creímos cuando se entregó la tierra a los campesinos; le creímos cuando las empresas gringas que succionaban su riqueza fueron expropiadas. Pero vacilamos, y mucho, cuando los tribunales populares empezaron a decidir fusilamientos. Los justificamos, sin embargo, echando mano de la filosofía sartreana, e invocando la revolución, que era la palabra sagrada de aquel tiempo. Y volvimos a creer cuando se fundó la Casa de las Américas y todo el continente fue inundado con una literatura nueva y fresca que no excluía a nadie, con tal que las palabras nunca fueran pronunciadas contra la revolución. Creímos más todavía cuando nació la Nueva Escuela después de haberse derrotado al analfabetismo, aunque sentimos el alma en un hilo y sacudida por nuevas vacilaciones cuando un señor rechoncho y sonriente instaló sus misiles en la Isla. Pero seguimos creyendo y tuvimos orgullo por un pueblo que había aprendido a ser firme y a mantener la dignidad levantada como si fuese una bandera.
Pero las vacilaciones se hicieron más agudas cuando al recuerdo de las anteriores se agregó la noticia de un escritor mediocre que había sido apresado y apareció luego ante una prensa escogida para confesarse cobarde, traidor y miserable. En diez años la dignidad había descendido hasta arrastrarse por el suelo. Todos los intelectuales de América y algunos de los más notables de Europa firmaron entonces una carta al caudillo con el propósito de estimular su reflexión. Fue inútil. Entonces comenzó una diáspora de los intelectuales.
Desde entonces todo contribuyó a que dejáramos de creer. Aún si aceptáramos que el bloqueo explicaba la pobreza, ¿cómo explicar la ausencia de libertades, la delación como sistema, el espionaje interno, la perpetuación en el poder, la inauguración de una dinastía? Llegamos a la convicción de que la utopía había iniciado su descenso hacia la muerte. Y seguimos pensándolo cuando la caída del Muro más ignominioso de la historia y el derrumbe del imperio de los nuevos zares anunciaron el fracaso final de la utopía revolucionaria. ¿Cómo íbamos entonces a creer mientras veíamos a un pueblo noble hundiéndose en la pobreza hasta llegar a la miseria, mientras el caudillo se empecinaba en un discurso repetitivo y cansino que sonaba más hueco cada día? Si se hubiera retirado antes de llegar a ese desenlace, habríamos seguido viendo en él un héroe digno de codearse con Martí; su obcecada insistencia hizo sin embargo que nuestras admiraciones se convirtieran en lástima al mirarle transformado en un cadáver que se sobrevivía a sí mismo. Su muerte física, que llega tarde en relación a su muerte política, ha vuelto a levantar en su contorno los rescoldos de la vieja admiración por lo que fue, pero no ha podido evitar constituirse en el símbolo de la clausura final e irrevocable de la utopía. Entonces vienen a mi memoria los viejos versos de Lope: “…que no hay deseos cuerdos / sino esperanzas locas”.