La tradición no debería ser aquella experiencia que nos predispone al hábito, ni la voz del pasado que nos impele a persistir en lo trillado. La tradición es positiva si, a partir de ella, podemos ser libres, el puerto del que nos fugamos en busca de otros horizontes. Es positiva cuando, sin amarra alguna, nos permite tentar lo desconocido: la aventura del desacato, el riesgo de la herejía. La tradición no debería ser determinismo. Solo entonces las sociedades cambian y el arte camina.
En materia literaria ha habido de lo uno y de lo otro: la tradición que inmoviliza y la que abre caminos. Hubo entre nosotros un nacionalismo literario que condenó a los escritores a fijarse solo en la realidad local y sus personajes nativos: el indio, el montuvio, el negro. Realismo social y socialismo militante: una pócima indigerible hoy en día. La tendencia se convirtió en tradición esquilmante que inmovilizó las letras nacionales por media centuria. Han corrido décadas y la tradición nacionalista parece persistir en esa obsesión onfálica de maravillarnos de nosotros mismos. Solo así, se sostiene, dejaremos de ser invisibles, una realidad tan imaginaria como la línea que nos cruza y nos marca, latitud cero, el “ónfalo” del mundo.
Considero que a los ecuatorianos no solo nos corresponde hablar de lo nuestro, de lo que nos pertenece y supuestamente nos define; también estamos llamados a abrazar como propio todo lo que el mundo puede darnos. Más aún hoy que participamos de una civilización globalizante. El universo es ahora nuestro patrimonio. “Creo que nuestra tradición -decía Jorge Luis Borges- es toda la cultura occidental, y creo que también tenemos derecho a esa tradición”. En definitiva, ser universales. Ser ecuatoriano es un modo de ser americano, y como tal, una forma de ser universal, pues nada de lo humano nos es ajeno.
Este debate sobre nacionalismo y universalismo fue planteado ya en el siglo pasado. Por entonces, el mexicano Alfonso Reyes manifestó: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal pues nunca la parte se entendió sin el todo”. “Descubrir el Mediterráneo por cuenta propia”. Borges partió de la idea de Reyes cuando en la Revista Sur escribió: “…manejamos la cultura de Europa sin excesos de reverencia”.
El concepto de identidad que propuso Reyes no se reduce a estereotipos anecdóticos sino a la particular experiencia del hispanoamericano que vive en las periferias de Occidente, en la nostalgia de lo universal. Esta misma sensación está latente en la literatura de Borges quien pronto dio un giro en su visión del mundo: sin dejar de ser bonaerense y argentino se abrió a otras visiones inesperadas. Un proyecto con el que se apropió con audacia y libertad creativa de otros legados, de otras herencias, de esa parte de Roma que también nos pertenece y que persiste en esta lengua, sangre de nuestro espíritu. A partir de esta nueva realidad el escritor hispanoamericano confiere otro significado, esta vez universal, a su circunstancia local.