Desde hace algunos años, las ediciones de la Casa de la Cultura han ido perdiendo el gran prestigio que tuvieron en los primeros tiempos de la institución, en parte porque aparecieron editoriales privadas que en algunos casos lograron disponer de recursos gráficos más modernos, y en parte porque las políticas institucionales empezaron a cerrarse, quizá porque sus altos objetivos fueron reemplazados por el deseo de satisfacer requerimientos de amistad y simpatía. Además, la ausencia de criterios adecuados hizo que la distribución de las publicaciones (algunas de las cuales eran muy valiosas) fuera restringiéndose hasta lo increíble.
La nueva administración de la Casa, inteligentemente presidida por Camilo Restrepo, parece haber iniciado un proceso de renovación que implica una más cuidadosa selección de las obras que deben publicarse, unida a una renovación gráfica dentro de las posibilidades técnicas con que cuenta la Casa; y una gestión más ágil en la distribución de publicaciones.
Anuncio de este esfuerzo renovado es la edición de dos libros de gran valor: el primero es una nueva edición, ya necesaria, de “Hojas de hierba”, el insuperable compendio de la extraordinaria poesía de Walt Whitman, de la cual diré dos palabras en otra ocasión; el segundo es “La Belmonte y yo”, de Ramiro Guarderas Iturralde.
En gran formato, y con ilustraciones del mismo autor, “La Belmonte y yo” es el testimonio cálido de un enamorado de Quito y de aquella plaza unida en su memoria a las más entrañables manifestaciones de la cultura popular. Nieto de don Abel Guarderas Murillo, el constructor y propietario de la plaza, Ramiro Guarderas ha vivido vinculado a la historia de esa pequeña joya de la cultura quiteña y la recuerda en su prosa con un dejo de orgullo y de nostalgia.
Grande fue la fama que tuvo la Belmonte en los años 20, cuando los aficionados al arte de Cúchares pudieron disfrutar de los audaces lances de los más grandes toreros españoles de esos tiempos. No me cuento entre los aficionados al toreo, pero respeto mucho la afición que todavía alimentan mis conciudadanos, y entiendo que para aquellos que alguna vez vieron lidiar un toro en la Belmonte, la lectura de este libro será doblemente grata: por revivir esas experiencias entusiastas tan bien escritas.
Para mí, sin embargo, es otra la memoria de esa plaza. Después de la muerte de mi padre, cuando yo era niño todavía, mi madre resolvió dejar la casa de San Marcos en la que siempre habíamos vivido, y fuimos a una casa de la calle Antepara, junto a la puerta de acceso a la plaza Belmonte.
No sé cuáles fueron las razones de ese cambio doloroso; sé en cambio que la vida de la plaza colmó por largo tiempo mis curiosidades fantasiosas, alimentadas por los bailes populares que ahí se celebraban durante toda la temporada de inocentes: su colorinesca imagen permanece aún en mi memoria como un risueño girón entristecido de un Quito ya desvanecido…