El delirio de los recientes acontecimientos ha terminado por convencerme de que en Ecuador el poder es mucho más una cuestión de fe y de tórridas pasiones que de razón. Por fin me he convencido -y muy pronto será tiempo de sacar la bandera blanca, supongo- que en estos parajes las cuestiones del poder están gobernadas por los ardores coyunturales, por el temperamento, por el carácter y por la mofa, en vez de por la lógica y por lo cerebral. La inteligencia viaja en el asiento de atrás, sin cinturón de seguridad.
Nuestros líderes políticos, en línea con lo anterior, tienen mucho más que ver con una suerte de sacerdocio infalible, con paladines y espadachines de la fe que con estadistas de lo terreno y de lo práctico. La política, en estos páramos, se adentra mucho más en los dominios de la exaltación que en las comarcas del sentido común. Federico Trillo, estudioso de lo político en los dramas de Shakespeare, ayuda a la causa con el argumento de que “El poder tiene como pasión ese efecto multiplicador de pasiones en todo derredor. El poder es una pasión develadora, por tanto, de todos los matices de un carácter y capaz, al tiempo, de evidenciar el resto de los caracteres. Así lo veía hace dos mil quinientos años la Antígona de Sófocles, cuando consideraba ‘imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ningún hombre hasta que no se la haya visto en la aplicación de las leyes y en ejercicio del poder’”.
Así, a los políticos hay que creerles cuando lloran, compadecerlos cuando se deprimen, perdonarlos por sus desaciertos y a veces por sus crímenes, pasarles unos pañuelos para que se sequen las lágrimas y acompañarlos en sus desventuras. Por eso a nadie le sorprende la larga relación de exilios, destierros, extrañamientos, vueltas triunfales, asilos políticos, entradas y salidas de la cárcel, glosas, juicios, acusaciones, rechazos y emplazamientos que nutren nuestra delirante y furiosa historia. Por eso los políticos -no ahora, sino desde hace mucho tiempo- nos tienen bailando a su ritmo, viendo sus estériles debates sobre lo intrascendente, aguantando sus intervenciones parlamentarias que bordean el analfabetismo, o prendiendo la radio (en un ejercicio que muchas veces es sadomasoquista) para escucharlos hacer piruetas verbales.
Esta concepción de los políticos como seres místicos y casi clericales (en los que hay que creer, en vez de cuestionar) representa, como casi siempre, un retroceso a los tiempos en los que el poder político era casi sinónimo de lo mágico, cuando los hechiceros nos revelaban el camino indiscutible al edén. Crean en mí por su propio bien. Yo sabré llevarlos por los destinos de la paz y de la patria libre.