Durante mi estadía en España he podido ver la última película de Bernardo Bertolucci, ‘Tú y yo’. He sentido no sólo curiosidad al acercarme al viejo maestro (hacía muchos años que no veía una película suya, después de ‘El último emperador’), sino un cierto magnetismo y emoción. Quizá la película suponga una despedida del que, sin duda alguna, fue uno de los mitos del cine europeo, capaz de mover su cámara con decidida elegancia. En este caso, lo hace en el casi único escenario del sótano de una casa.
La película no ha sido un acontecimiento ni un éxito comercial… La protagoniza un adolescente atacado de acné, solitario y crispado que, como tantos jóvenes de nuestro entorno, se refugia en sus cascos de música y en su computador. Pareciera que únicamente cuando se encuentra solo dejara de estar perdido. Sus compañeras son las hormigas y los fantasmas que ocupan su mente. Hasta que, un buen día, el paraíso es invadido por una hermanastra tan extraña como el propio adolescente. Sólo Bertolucci logra convertir algo tan triste y siniestro en una experiencia lírica. ¿Será posible encontrar algo de calor, de afecto, de sentido en la vida de los dos pequeños monstruos? Bertolucci logra extraer ese fondo de humanidad, incluso cuando parece que todo está perdido. Ser testigo de esa experiencia íntima me ha resultado conmovedor.
Con frecuencia pienso en nuestros adolescentes, perdidos en los infinitos sótanos de la vida, refugiados en su propio hogar, esclavos de la tecnología, necesitados de aislamiento para poder respirar. Incomprensibles e incomprendidos. Muchos padres estarían contentos de retorcerles el pescuezo y, sin embargo, incapaces de afrontar el problema allí donde el problema se da: en el corazón herido de una pequeña persona necesitada de mayor calor.
‘Tú y yo’ nos recuerda que, aunque extraños y psicológicamente rotos, seguimos siendo personas ávidas de comprender y de ser comprendidas. Y que, a pesar del aparente aislamiento al que nos sometemos o nos someten, lo único que puede romper la telaraña que nos aprisiona es la capacidad de entablar un diálogo cálido y liberador. Algo difícil, cuando el prejuicio, el resentimiento o la codicia de la vida dominan nuestras relaciones y marcan nuestros intereses. Por mi despacho siguen pasando muchos jóvenes cuyo silencio es un grito. Ellos aparentan dominar la situación, ausentes y retadores, como si el mundo adulto, incluidos los propios padres, les importara un comino. Pero no es verdad. El silencio retador o la arrogancia sólo esconden la profunda necesidad de ser amados. Este es el desafío, no sólo para ellos, también para nosotros, los adultos, tantas veces cómplices de su silencio.
En fin, alguien tendrá que abrir la puerta y descender a los infiernos. Alguien tendrá que romper el círculo de muerte que atenaza a los heridos, diferentes o extraños. Bertolucci tiene voz propia a la hora de plantear el tema. Gracias por hacer un cine comprometido con la condición humana.