El genocidio causado por el dictador Gadafi contra su propio pueblo, que, cansado de 42 años de opresión clama por democracia y libertad, es un tsunami de odio que no puede ser justificado ni menos tolerado en pleno siglo XXI. Todos los seres humanos que amamos la paz y creemos en la solución pacífica de los conflictos, anhelamos que pronto concluya la guerra civil, y la dictadura se desmorone, como en Egipto y Túnez. El odio es más peligroso que un tsunami, pues mientras este pasa en pocas horas, aunque deja una estela de destrucción, como lo hemos visto en Japón hace pocos días, el tsunami de odio se filtra en lo profundo de la mente de los pueblos y deja secuelas y heridas a largo plazo, que agrandan los conflictos, dañan la economía y carcomen los cimientos de la libertad y de la democracia verdadera.
Por eso la posición oficial ecuatoriana, contemplativa con el genocidio en Libia, mostraría una empatía oscura con los objetivos y los métodos represivos de la dictadura. Pero no sorprende, pues en nuestro país desde la cúpula del poder también se lleva adelante cuatro años de un tsunami de odio, todavía pequeño, pero cargado de veneno, revanchismo y un apetito incontenible por acumular poder. Y esa permanente llamada oficial al odio, a la división, esa recurrente manera de atacar, descalificar, perseguir y humillar a los que no concuerdan con el Régimen, es una antipedagogía de resentimiento, que tiene muchas consecuencias nocivas para el país: borra con el codo las obras positivas del Régimen; escala la tensión y empeora el escenario de conflicto político; disemina temor en los ciudadanos, pues el poder abusivo siembra miedo y silencia a muchos, dando la impresión falsa de que la mayoría está de acuerdo con esos procedimientos violentos; acostumbra a la gente a la violencia verbal como recurso cotidiano para enfrentar a los que no piensan igual; e inspira el crecimiento de la delincuencia generalizada, que también se basa en el odio y en la violencia. En suma, destruye la democracia y cimenta la dictadura.
Los genuinos líderes curan las heridas, concilian las diferencias en sus pueblos, los unifican en el logro de metas nobles, para conseguir grandes obras colectivas y solucionar los problemas, inspiran el reencuentro entre los ciudadanos, bajan el nivel de la violencia verbal y física.
¡Despierta Ecuador, el odio es violencia! Y ante el tsunami de odio, los ecuatorianos que amamos de verdad al país tenemos que decir rotundo NO a la dictadura, al abuso, al odio, a la división, a la amenaza, a las venganzas ciegas y a las fuerzas destructivas. La revolución que debemos realizar, es una transformación pacífica, cordial, tolerante, dialogada, que busque acuerdos y sepulte al odio como método y como objetivo. Por que el tsunami de odio es una enfermedad terminal.