María de Gurnay, prosista hoy postergada, devota “hija de alianza” de Michel de Montaigne, dejó escrita una frase memorable: “Es más fácil triunfar que vivir. Hay más triunfadores que sabios”. Cuántos de aquellos (artistas, escritores, políticos, deportistas…) a los que, un día, les llegó su cuarto de hora de fama no supieron, luego, sobrellevar la gloria que inusitadamente vino para quitarles el sueño y trastornarles la vida.
Cuántos tahúres de casino, inversores de bolsa a los que el azar les dispensó fortunas inesperadas sucumbieron, al siguiente día, en los excesos del festejo, la locura y la glotonería. Cuántos políticos que alcanzaron el poder con el voto del pueblo y buscaron, luego, eternizarse en él urdiendo argucias jurídicas, mentirosas retóricas que mal maquillan sus ambiciones. En política el exceso de retórica es hipocresía. Todo poder deshumaniza. Triunfar es relativamente fácil; sobrevivir al éxito conservando el equilibrio, la sensatez, la ecuanimidad, la humildad del sabio es algo a lo que muy pocos llegan.
Triunfar es la gran meta de cualquier ciudadano. Un valor que nadie niega. Ello supone esfuerzos y virtudes que no todos poseen.
La sociedad aplaude el éxito, premia el saber útil, el emprendimiento eficaz, actitudes que abren el camino a la riqueza. Sin embargo, perversión de nuestro tiempo es creer que solo lo utilitario, aquello que mejora la vida material es suficiente para colmar de plenitud una existencia. El conocimiento se lo adquiere, la sabiduría se la conquista. Con el primero nos ganamos la vida, con la segunda sabemos quiénes somos y para qué vivimos.
Lo más exquisito del mundo y lo más elevado del espíritu como el amor, la belleza, la sed de saber, el ansia de lo absoluto, el asombro ante el misterio del universo son búsquedas perfectamente improductivas desde la óptica del utilitarismo y sin ellas el ser humano no habría dejado de ser ese animal infeliz que hace miles de años abandonó las cavernas. El hombre, ese serinsatisfecho, no dejará de correr tras ese algo que no posee y que lo siente indispensable para ser él mismo.
Schopenhauer creía que la esencia del hombre consiste en querer y aspirar. Su vida es una cadena de inquietos deseos. Y si la carencia llega a ser satisfecha, como normalmente ocurre, lo que sobreviene es el aburrimiento, el tedio, la desesperanza. En el corazón se instala esa dolorosa inquietud que nos impulsa a seguir deseando más y más cosas.
La vida de cada individuo es una perpetua lucha existencial no solo con la necesidad, no solo con el aburrimiento y la soledad sino también con los otros seres humanos. De la vida eterna nada sé a ciencia cierta; creo, en cambio, en la eterna vivacidad del espíritu. Al igual que el poeta Píndaro bien puedo exclamar: “¡Oh alma mía, tú no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible!”.